domingo, 18 de septiembre de 2016

Seducción

Por Susana Díez de la Cortina Montemayor*

Cuando hace unos meses escribía yo aquí sobre un artilugio llamado “Triton Gills” que,
a modo de branquias artificiales, permite respirar bajo el agua, desconocía aun que hubiera
otro invento, el “Óculus del Edén”, que permitiera respirar bajo la pena. No sé si este último invento se comercializa en España, ya que no soy aficionada a la realidad virtual, pero me han dicho que hace furor en los EE.UU., donde las personas apenadas por la desaparición de un ser querido pueden volverlo a la vida virtual mediante este invento que recupera, a través de
fotos, vídeos, grabaciones de voz y todo tipo de datos de las redes sociales, los gestos, la
mímica, la caligrafía, la manera de andar, la voz e incluso el estilo de vestir del muerto. De ese modo, la pena de la pérdida se hace más respirable. Una especie de pacto con el diablo a
terceros, ‐ pensaba yo saliendo de la presentación de “El libro de Satán” de Carlos Aguilar y
Frank G. Rubio que inevitablemente me trajo a la mente a aquel elegante y seductor Demo de
una de las novelas de Iván Robledo‐, de ahí que multitud de voces se hayan levantado ya para
alertar de los peligros de este invento del demonio que nos conduce –y hago otro inciso para
advertir que ‘seducir’ proviene del latín DŪCĔRE, ‘conducir’– como mínimo, a la locura:
porque lo que de verdad seduce del invento no es la posibilidad de devolverle al finado el
hálito vital, sino la de seguir respirando nosotros; y ni siquiera eso, pues, hipócritas como son
los vendedores de esas mercancías que embellecen nuestras vidas con el resplandor de la
felicidad, no nos habían avisado de que nunca podríamos abrazar un holograma.

Por eso pienso yo que el “Óculus del Edén” tendría mejores aplicaciones prácticas si
nos sirviera para que un ser querido vivo, al que consideramos por muchos conceptos adorable
pero por muchos otros deplorable, se comportara virtualmente como nos gustaría que fuese,
no sólo ante nuestros propios ojos, sino también de cara a la galería: el hijo díscolo se volvería
dócil, el cuñado criticón y cotilla sería un tipo majísimo e incluso podrías tener por fin esa
mujer guapa e inteligente ‐o por lo menos, si esto último no fuese creíble, con buena
ortografía‐ que querrías mostrar a todo el mundo como de tu exclusiva propiedad. Conozco a
más de uno a quien le chiflaría el artilugio. Podrías tener tu propia Galatea en casa y dejarte
finalmente de esfuerzos fotográficos, disimulos y disgustos al leer los comentarios. El
problema es que, subyugado por la belleza resultante del arte de simular y mentir, pierdes
tiempo y energías en inventarte a quienes te gustaría admirar, pero no para otra cosa que para
ventilar públicamente el orgullo de su posesión (incluso a sabiendas de que no lo merece). Y de
repente un día, de tanto cuidar tu imagen y la de quienes quisieras poder enorgullecerte en
ese espejo público al que a diario sacas lustre en las redes sociales, te levantas con la noticia
de un muerto de verdad, y te preguntas por qué tantas veces te dio pereza visitar a tu madre
en la residencia, por qué no le diste a aquella amiga que siempre te quiso el estrecho abrazo
que necesitaba, por qué dejaste al abuelo en manos de enfermeras morirse de tristeza, o a tu
hijo embarcarse en un viaje sin retorno. Pero entonces ya no te quedará otro remedio que
echar mano del “Óculus del Edén” para volver a escuchar los consejos del amigo, revivir unos
ojos y unos brazos que de verdad te amaron y que amaste, o comer los domingos con tu
abuelo y tu hijo. Y podrás respirar bajo la pena con una autonomía razonable, pero sólo la justa
para ir tirando hasta que te llegue a ti también la hora de ser un ente virtual en las vidas de
otros, olvidando entretanto aquello que tu abuelo, tu amada o tu hijo te decían a diario con su
presencia: que cada uno de nosotros damos sentido a la vida de los demás con nuestra
existencia, y que lo que es inútil es empeñarse en encajar a los otros en nuestras vidas.
Sedúcelos, si puedes, deja que te seduzcan, pero sin trampas: el sentido de toda seducción
(‘sentido’ en las acepciones de ‘dirección’ y ‘significado’, pero también de ‘sentir’, o sea, de
‘sentimiento’) está en ese dejarse conducir por los afectos verdaderos, no por artificiales
artilugios.

i i“El libro de Satán. Todo sobre el culto al diablo”, de Frank G. Rubio y Carlos Aguilar, ha sido editado este año en la colección Janus de la editorial Hermenaute: http://www.hermenaute.com/libro.php?id_libro=9

ii “Cinco días para matar al Papa” (2013), de Iván Robledo, está en la Editorial Amarante:
https://editorialamarante.es/libros/novela‐negra/cinco‐dias‐para‐matar‐al‐papa

*Susana Diez de la Cortina Montemayor es filóloga, profesora de lengua española y directora académica de AulaDiez español online (www.auladie.com)

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