Es la Luna cautiva que se te queda prendida cuando sales del agua, tan llena que apenas cabe de una sola vez en la huella de tu vientre, barnizada como te presentas de todo un mar, mitad océano, mitad atlántico, Luna que al tumbarte nocturna y al aire sobre las arenas danza sobre esas aguas de infinita brevedad allí contenidas, Luna engarzada en tu ombligo donde tocarla con la punta de los dedos y los labios para volver a nacer, Luna que al reflejarse vuela hasta el mismo cielo dejando a su paso alfombras de estrellas, Luna que es llena en tu verdad y su bronce, que se ondula con la brisa, que busca su lugar aún por crear, Luna que vive en la eternidad en esa piel de plata en la noche, llena de ti, de miradas, de silencios, luz que es tu única prenda y reflejo antes de vestirte de la sombra del color de los dátiles.
Es, al fin, la Luna perfecta antes derramada entre las olas y que ahora, ufana, cuando se marche, susurrará entre las rendijas de la cúpula de los cielos que una noche la llevaste en tu vientre, en tu ombligo, con su mejilla blanca y por un instante cálida apoyada en ti.
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