Basado en hechos reales pero inventados
Fue una señora de meridiana edad la que le encontró en el portal, tembloroso, desconcertado, balbuceante, tapándose la cara con las manos. Cuando ella le preguntó él solo supo responderle que era un “Agente Social”. Ella, que no era tonta, respondió que “esos no existen”, aunque él porfiaba en serlo. Una pareja que pasaba cerca contemplaba la escena y discutían entre ellos si sería un farsante o una aparición celestial, y a estos se les unieron otros, jubilados, estudiantes y viandantes ociosos, y en unos minutos decenas de personas se congregaban en torno al portal que cobijaba aquella figurita trémula y atemorizada.
El Agente Social insistía y pedía que le dejasen tranquilo, que le devolvieran a su despacho pues se había perdido, pero los congregados, que nunca habían visto un Agente Social, se resistían a dejarle marchar acribillándole a preguntas “y qué es lo que hace” “cuánto gana”, “qué hay de lo mío” y por el estilo. El Agente no respondía y se apretujaba contra la pared, inhibido, de espaldas a toda esa gente. Una señora le pasaba un décimo de lotería por los hombros, algunos niños le tocaban con un palo, los perros se acercaban a olisquearle y aullaban, y la discusión entre los presentes, ya más de un centenar, seguía aumentando de tono, muchos habían oído hablar de esos personajes pero también de la Santa Compaña y de los billetes de quinientos y no estaban dispuestos a creer en más tonterías. Otros, en cambio, afirmaban que era un lunático. Y los más se aprestaban a fotografiarle para exhibir después ante sus familiares y amigos imágenes de un Agente Social de carne y hueso, regordete pero vivo.
Un señor muy, muy mayor apuntó que posiblemente estaría relacionado con los sindicatos pero apenas se dispuso a explicar qué eran estos, la gente prorrumpió en una sonora carcajada que no le permitió continuar ahogando sin remedio su voz, carcajada que provocó que una patrulla de policía se personara en la zona en prevención de disturbios. Cuando al fin fueron informados de la situación, un señor que decía ser un Agente Social, los policías temieron ser objeto de una broma, pero la desamparada figura de aquel pareció moverles el corazón, y no solo a ellos pues una muchacha, compadecida por el Agente Social y su figura de perrito abandonado, se acercó hasta él y le cubrió con su pañuelo palestino en un doble signo de solidaridad y cariño, pues es cierto que hacía frío. Fue en ese mismo instante cuando el Agente Social pareció transformarse y abandonando sus miedos y dudas se abalanzó sobre la muchacha del pañuelo mordiéndole el pálido cuello ahora desnudo hasta hacer brotar la sangre entre los gritos de ella y el estupor de la gente, que no daba crédito a lo que veía, mientras el Agente Social chupaba y chupaba del cuello mientras inmovilizaba a la joven. Y tal vez la hubiera secado de no ser porque al fin los presentes reaccionaron arrebatándola de sus manos y golpeándole volvieron a reducirle hasta el rincón del portal donde antes estaba.
El panorama se hizo insoportable, entre propuestas de linchamientos, niños llorando, ancianos gritando, curiosos haciendo fotos, perros aullando y conatos de reyerta entre quienes aún creían que los Agentes Sociales eran reales y quienes no estaban dispuestos a admitirlo. Apenas la policía podía contenerlos a todos y proteger la integridad del Agente Social de labios ensangrentados y mirada nuevamente perdida y titubeante, temblando y espasmódico, sudando pálido y enfermizo mientras temía un final fatal.
Y entre tanta algarabía el Agente Social acabó por dar un grito que hizo callar a todos, de ultratumba, terrorífico, helador, y apartando a la gente a manotazos acabó huyendo de allí dejando a todos ellos callados y atónitos.
En solo unos minutos la multitud se había disuelto ya en grupos y corrillos que volvían a sus quehaceres y ocios aunque, eso sí, con la experiencia irrepetible e inenarrable de haber podido ver con sus propios ojos un Agente Social en plena calle.
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