Marta Fernández Currás es el número primo de la actual política que se abre paso, tan femenina entre machetes afilados, para esa jungla de la contabilidad difusa de los agujeros tan presupuestarios como negros y sus balances y los vaivenes, hacendosa de una hacienda pública pero poco notoria que deja ver el pelo claro y los ojos tan oscuros como una inspección, mirada tan imposible como un cálculo inexacto de probabilidades entre un debe pasado y un futuro haber qué pasa, mujer de número y hermosura hasta la fiebre con decimales en la que apenas un rictus hace de coma y su cociente se nos lleva el resto.
Y es que presenta esta Marta el rostro extendido como un impuesto sin suciedades, desgravada con perfil de gráfico y maquillaje de carmín color números rojos, la seriedad en el gesto de quien firma un acta de los de defunción mercantil, oteando entre fracciones y quebrados mientras se nos aparece a mitad de camino entre una base exponencial y la fidelidad a sus raíces por más que sean cuadradas, mujer reconvertida en el tramo autonómico del cual, para nuestra desgracia, estamos exentos por más que vista y luzca como el mínimo vital, dueña ahora de nuestras haciendas y sucesiones por saber si, como las piernas, pueden ser divisibles por dos.
Y es que presenta esta Marta el rostro extendido como un impuesto sin suciedades, desgravada con perfil de gráfico y maquillaje de carmín color números rojos, la seriedad en el gesto de quien firma un acta de los de defunción mercantil, oteando entre fracciones y quebrados mientras se nos aparece a mitad de camino entre una base exponencial y la fidelidad a sus raíces por más que sean cuadradas, mujer reconvertida en el tramo autonómico del cual, para nuestra desgracia, estamos exentos por más que vista y luzca como el mínimo vital, dueña ahora de nuestras haciendas y sucesiones por saber si, como las piernas, pueden ser divisibles por dos.
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