Por Susana Diez de la Cortina Montemayor
Estuve en la isla de Cuba sólo una vez, en el verano del año 98, cuando aún estaban
frescas en nuestras conciencias las terribles imágenes y noticias desatadas tras la ‘crisis de los
balseros’, cuando el régimen del país caribeño, asfixiado por el bloqueo estadounidense, se
embarca a su vez en aquel nuevo rumbo ideológico y económico bautizado como ‘capitalismo
de Estado’ que consistió, básicamente, en abrirse al turismo para favorecer la entrada de
divisas y dejar que los disidentes se arrojaran motu proprio a los tiburones, en su intento de
huir hacia Florida: “Que quienes quieran marcharse se marchen”, había dicho Castro por televisión. Y así fue: se marcharon a millares en sus embarcaciones caseras, tantos, que EE.UU. no pudo ‘absorber’ a todos los refugiados, de modo que gran parte de los balseros que lograron sobrevivir quedaron ‘provisionalmente’ varados en territorio estadounidense en Cuba –léase Guantánamo– , en espera de una ‘eventual’ admisión en el país vecino.
Fui a Cuba tratando de no ser allí una ‘gallega’ más –léase una ‘española’, turista para
más señas, con los bolsillos supuestamente repletos de divisas–, sino porque quería ver con
mis propios ojos las terribles contradicciones de las que tenía noticia casi a diario por los
medios de comunicación desde España. No tenía ni idea de lo demoledora que sería aquella
visión. Aunque ya había visitado otros países comunistas, al llegar a La Habana tuve la
sensación de que, tal vez, no podría soportar las algo más de dos semanas que duraría mi
visita, tal fue la melancolía que imprimió en mi alma el primer contacto con aquella ciudad:
estaba contemplando el rostro mismo de la Belleza, estragado por la desesperanza y la
miseria. Hoy, a apenas unas horas de la muerte de Fidel Castro, en este ‘día después’ que
tantos esperaban, se me ocurrió releer las notas que recogí en las últimas páginas de una guía
de viaje, a modo de diario casi telegráfico de cuanto estaba viviendo: fascinación por la
naturaleza y el paisaje, admiración infinita por las gentes y esa voluntariosa alegría contra
todo, pese a todo, que les permitía mantener la cabeza bien alta. Junto a mis impresiones
sobre los míticos lugares como el Floridita (“un bar agradable”) y otras atractivos turísticos
(“ruidosos y caros”), había escrito cosas como: “Indescifrable la hamburguesa de la comida” o
“Increíble” – esto último para calificar un noticiario cubano–.
Y entonces caí en la cuenta de algo en lo que hasta hoy no había reparado: que estuve
en Cuba justo en el centenario del ‘Desastre del 98’, que visité Pinar del Río y vi los Mogotes y
el Mural de la Prehistoria y navegué por el río subterráneo de la Cueva del Indio el mismo día
en el que, cien años antes, había tenido lugar la rendición de Santiago de Cuba… Pero contar
todo lo que eso me suscita, lo tendré que dejar para otro momento…
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