Cualquiera que haya leído a Luisa Castro deja de ser cualquiera. Entendemos así el instante que dura toda la vida de él, aprender a quererla en el secreto de un marca páginas, tomar sus libros con el equilibrio de un plato de sopa, de letras, claro. Se toma su obra con la seriedad de una cosecha, no se lee, se cree en ella. Caen las letras como las hojas en la Alameda, cerrar el libro y continuar con la historia escrita en los troncos de los árboles, con la virtud infantil de leer subrayando con el índice, pasando las manos por las páginas como por la lavanda, pasando las páginas que son puertas que se abren a cal y cantos. La experiencia de leer a diez mil metros de altura y aún parecer pocos, leer en los charcos, las gotas de platino que se juntan hasta convertirse en versos que se rescatan arrancándolos de las rocas cuando el oleaje increpa la espuma que es toda la nada.
Y en la palidez de la luz de la lluvia una infusión de páginas, de sentimientos que se abrazan tras una larga ausencia, eufóricos al verse desnudos de media etiqueta. Un sol en la bruma que se pone cada vez que lo miramos, desatentos. Luisa recoge en sus libros la luna doblada en cuatro cuartos.
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