Almudena Solana, como el Miño, es navegable desde Tui, y es allá donde nos encaramamos a la almadía de sus libros como espectadores de una almadraba de neón que tiñe las aguas de tinta, una obra que se nos hace como el alma a la que se le colocan dos espejos frente a frente con la elegancia femenina de un mechón estudiadamente descuidado que cae de quien es mujer dos veces renacentista y tres gallega al sonreír con labios de estatua gótica, rubia como el destino imperfecto de una colección de tacones rotos y sonrisa de hamaca, la esbeltez de un porte pagado de ida y vuelta a la villa y corte al bies.
Y es que tiene esta Almudena ojos como de breviario y manos de salterio, un perfil como obertura y cabello que más diríase arpa dorada o cortinas que apenas dejaran pasar sus soles, la claridad de un rostro de plata para unas palabras sacadas de la bodega de cualquiera de sus recodos con el atractivo de quien pudiera ser otra Cibeles clásica, mirada que es aldaba de cualquier puerta al campo de las letras en que cuelguen de su pared retratos de la vida envueltas en el papel de regalo de sus libros donde quisiéramos al fin que nos mostrara a nuestra noche y a la luz de sus lunas los dos puntos finales de tallado rubí de sus historias.
Y es que tiene esta Almudena ojos como de breviario y manos de salterio, un perfil como obertura y cabello que más diríase arpa dorada o cortinas que apenas dejaran pasar sus soles, la claridad de un rostro de plata para unas palabras sacadas de la bodega de cualquiera de sus recodos con el atractivo de quien pudiera ser otra Cibeles clásica, mirada que es aldaba de cualquier puerta al campo de las letras en que cuelguen de su pared retratos de la vida envueltas en el papel de regalo de sus libros donde quisiéramos al fin que nos mostrara a nuestra noche y a la luz de sus lunas los dos puntos finales de tallado rubí de sus historias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario