Y todo es melancolía y volver la vista atrás y ver la senda que una, dos, mil veces han de volver a pisar los pies cansados de tantos, monotonía de horas y de días que caen sobre la ciudad como olas mansas y discretas, apacibles, que se llegan suaves hasta la orilla donde ha crecido brotando de la noche a la mañana toda una enamorada que contempla el horizonte cerrado sin reformas como melancolía de lo que ayer fue escritura viva y rabiosa y hoy tómbola benéfica con ribetes de verstringianismo, monotonía de cristales tras las lluvias de unos amos que enseñan a empaquetar cuando nunca aprendieron qué es vivir de vender la cosa más necesaria, lo superfluo, melancolía de la monotonía de los cerezos ateridos como un grito petrificado que surge de la tierra más viva cuando todo es noche que se mezcla con la primera luz, melancolía de dátiles tan altos que solo cabe soñar con allegarse a ellos con los brazos aún más altos de los anhelos porque nada en ellos, en ellos no, es monotonía, ni melancolía de trenes de galgos y estaciones de podencos, o monotonía de las urnas, de canciones que siempre acaban en fin, de pianos sin una tecla, de castañuelas desafinadas, melancolía de la melancolía de las hojas de los calendarios de los robles que caen desatentas y amarillas de tanto olvidar, ayer vida hoy lecho húmedo y setas, tantas respuestas para tan pocas preguntas de camelias acabando de pintarse los labios porque pronto saldrán a pasear, de magostos de plástico y sol de ganchillo porque aunque los mediocres venzan, la lluvia siempre vestirá de mujer.
Monotonía de lluvia tras los cristales…
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