En las crisis económicas, como en las batallas más sangrientas, hay momentos en que es mejor hacerse el muerto que el vivo. Es cierto que nadie escribirá luego sobre los cobardes, pero porque ya se encargarán ellos mismos de contarlo a su vuelta sin necesidad de glosas épicas póstumas. En relación con lo anterior, a día de hoy aún está por saberse si cerrar un negocio es un acto de valientes o de cobardes, pero sí es seguro que al bajar para siempre la corredera a alguien que entra o sale le golpea en la cabeza rompiéndole la crisma y los sueños. De eso sabemos bastante últimamente en Santiago a pesar de que, en contra de la opinión de algún sindicato, el cierre de un comercio no suele ser un acto de sadismo empresarial sino de necesidad, que no hay que ser liberado sindical, o puede que sí, para comprenderlo. Cuando ello ocurre y tocan a rebato, los primeros que abandonan el barco no son las ratas como se cree, sino los cuartos, que desaparecen por arte de magia en un acto de escapismo digno de mejor espectáculo, momento en que al igual que ocurre con ciertos concursos para ciertas obras municipales en Compostela, nadie sabe a qué orfanato bursátil va a parar ese dinero.
Estas situaciones alteran tanto la tranquila vida cotidiana de los ciudadanos que hacen que hasta un concierto de Carlos Núñez nos parezca un desfile norcoreano por su organización y eficacia. Pero no hay que claudicar, lo último que se pierde no es la esperanza, sino el derecho al pataleo, ese que se nos vende al peso en los juzgados sin percatarnos de que los edificios judiciales tienen las puertas de atrás abiertas en la misma fachada principal, ahí donde todavía se confunde por algunos la llamada justicia divina con la divina justicia.
Publicado en SANTIAGOSIETE el 17 de Septiembre de 2010
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