¿Se imaginan ustedes que en la próxima ceremonia de los Oscar o los Goya, no se otorgaran los premios por la calidad de las obras o de los artistas sino por votación popular, de tal suerte que el otorgarlos dependiera de la capacidad de movilización social de los nominados y no de los méritos reales de los candidatos? ¿Alcanzarían ustedes a comprender el “prestigio” de unos premios vividos a semejanza del papel electoral que poseen los países del este en eurovisión? ¿Entenderían que no se diera el premio a la mejor película o actor sino a quien haya conseguido que más gente le vote por mil y una razones? Como aquel Gundisalvo mingotero del “vóteme, a usted que más le da” en inagotables cadenas de correos. Y cómo imaginar, en fin, que a los organizadores no les dolieran prendas a la hora de manifestar públicamente su voto por tal o cual nominado, entre otras hilarantres chapuzas. Lógicamente nadie rechista y hacen bien porque, oiga, un premio es un premio y una fotico con flash siempre es una fotico, pero de puertas hacia fuera es fácil entender el choteo que se genera. ¿Lo imaginan? No, claro, el prestigio de los premios impide siquiera pensarlo.
Viene esto a cuento de la enésima noticia divulgada en estos días, con algo de desfase y atolondrado despiste, acerca del holocausto cultural que se vive en Santiago a cuenta, o cuento, de la Sala Nasa y su éxodo a la irreductible Teo. No sabemos si son muchos o pocos pero ya hay quienes prefieren distinguir entre “la cultura” según el concepto social y político acuñado, y “lo culto” como idea propia, personal e íntima, ya que nadie les ha convocado para votar si quieren que se subvencione tal o cual concepto de cultura, tal o cual obra o a tal o cual artista. Tal vez por este motivo los ciudadanos no comprendamos bien por qué un señor, o una señora que suele parecer un señor, nos dice que tal o cual cosa “es cultura” y, por tanto, hay que apoyarlo hasta con el bolsillo. No comprendemos por qué nadie nos pregunta qué queremos o, más sencillo aún, qué entendemos por cultura para actuar, o no, en consecuencia. Pero no, en esto no hay votación y nos meten con calzador, sea quien sea el que gobierne, lo que entiende por cultura el tipo de turno, sin razonamientos, sin criterios conocidos. De hacerlo posiblemente la Sala Nasa no hubiera percibido de su bolsillo de usted en los tres últimos años más ciento cincuenta mil euros (conviértalo en pesetas y verá qué risa) según unos criterios que aún estamos por comprender, y posiblemente entonces no tendríamos que lamentar que se marchen de Santiago por algo tan prosaico y escasamente lírico como el no querer pagarle la subida del alquiler al propietario del local donde trabajaban. Y todo, en fin, porque mientras no haya consenso sobre qué es cultura difícilmente podremos entendernos. O sí.
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