Resulta necesario tener por cierto que quienes aseguran que no tienen ningún vicio adolecen del peor de ellos: la mentira. Son estos pensamientos que nos invaden como hormigas golosas de miel cuando la soledad de la almohada de los cadalsos juega a ponerse melancólica como una adolescente que hace pucheros estando cocida. En semejante dislate de sentimientos climatológicos no hay, sin embargo, ola de frío que pueda con un suspiro contenido susurrado al oído de quien duerme fingiendo que duerme. Ni que sea siberiana, esa extraña señora, cuando sabemos por pluma de ángel caído de Fedor que de Rusia nunca ha llegado nada bueno a Europa. Esta ola tan fría se nos cuela por las rendijas de los lacrimales como un gigante que juega a soplar para empañar los cristales y dibujar en ellos con su alma de uñas sucias figuras de muertos, de resbalones y de albergues hasta los mástiles, que en ellos nunca hay banderas. No hay ola que pueda con las carreteras aliñadas con su sal y sin su vinagre ni, por gallegas, pimienta, camino unos del monte de piedad y otros de Montebalsa, cada loco con nuestro tema, o cerrando el círculo de los cuadros de personal municipal en ese esperpento de los, una vez más, acertar si son galgos o podencos los que se nos echan a los lomos. Ola fría como de muerte como de ola del Orzán acechando con hambre de diezmo, frío que llega como signos de exclamación afilados y de puntas como chuzos en días de fiestas que no hay que guardar, frío que se hace más frío y sin eco, frío aburrido, monótono como senador vitalicio italiano de los de comedieta y fanfarria, que San Blas en su Sar nos coja medicados.
Y pasará, sí, pasará como todas las olas pasaron, dejando sus huellas en el hielo, sus abrigos irredentos y los pensamientos cristalizados dentro del cajón de los malos deseos, fríos frente a la pantalla y la ventana de contemplar ventanas. Pronto aún es para saber del peligro de pedir la cabeza de alguien cuando, como una hydra, por cada cabeza sesgada crecen dos.
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