martes, 16 de febrero de 2016

Regenerarse es llamar a las cosas por su nombre

Por Lupe Castiñeiras

Si de algo debemos desconfiar es de aquello que más confianza nos transmite. Porque sí, porque así somos. Y por ese motivo nos reímos de los asuntos serios y no nos volvemos serios si no es para tomar impulso. Cada vez que escuchamos hablar a alguien de regeneración nos da la risa, tonta, o la carcajada, que es la hermana lista de la media sonrisa con la que viven los más tontos. ¿Nadie ha visto reír a una oveja? Pues esa es la sonrisa que nadie nos debe robar, nos dicen No nos gusta cuando nos repiten que hay que regenerar tal o cual cosa, lo mismo la democracia que la despensa. Pero entre regeneración democrática y catarsis asertiva nos quedamos con lo nuestro, con lo del pueblo, con lo de la gente de verdad.

Porque resulta que no, no nos han robado la democracia, nos han robado el poder de hablar, la fuerza quimérica del lenguaje. No hay que regenerar la política sino la manera de hablar. Lo que nos han robado unos y otros, los profetas de ayer y los mesías de hoy ha sido el lenguaje, y eso es lo que tenemos que recuperar. No habrá cambio en nuestra sociedad mientras no volvamos a llamar a las cosas por su nombre. Volver a llamar a las cosas por su nombre, esa es la regeneración que nos salvará como sociedad. Volver a llamar a las cosas estupidez, imbecilidad, gilipollez o memez por muy alcalde que sea quien lo haga.

Cualquier espectador atento podrá comprobar cómo arde Roma y, asomado a un balcón, los políticos por turno tocan la lira, la cítara o lo que quiera que tañera el Nerón de entonces. La lírica actual como remedo de la flauta de Hamelín. Inventar palabras, expresiones, situaciones. Todo mentira. A los ciudadanos nos han robado el poder, y ese poder absoluto no es otro que el de llamar a las cosas por su nombre, es nuestro último patrimonio, nuestro último cartucho.

Solo cuando nos atrevamos a volver a llamar estupideces a las líneas rojas, mentira a las propuestas, cuando volvamos a usar términos tales como trepas, aprovechados, ladrones, caciques, volveremos a ser un pueblo digno. Solo cuando volvamos a sentir el poder de llamar ‘mentiroso’ a quien miente, ‘estúpido’ al que hace una estupidez, ‘charlatán’ a quien pretende vendernos la luna, ‘dictador’ a quienes pretenden someternos o ‘ladrón’ a quien roba de las mil maneras posibles que recoge el diccionario, solo entonces el pueblo de verdad, y no ese del que hablan los arribistas, volverá a sentir su dignidad y su poder.

Porque solo cuando volvamos a atrevernos a decir sin complejos que lo que ha dicho el Alcalde ha sido una gilipollez, que lo que ha hecho ha sido una imbecilidad, que su actuación ha sido una mamarrachada,  o que su actuación ha sido una payasada, volveremos a ser libres. Hasta entonces será él quien mande sobre nosotros. No se trata de ser una persona mal hablada, sino de llamar a las cosas por su nombre y a quien las practica por lo que representan. Solo cuando podamos decir libremente que su concejal es un vividor, su concejala una inútil y lo que él llama ‘pueblo’ un rebaño agradecido que come de su pesebre, podremos sentirnos libres. Solo cuando digamos que dar dinero a su mujer es de sinvergüenzas podremos mirarnos a la cara. Todo lo demás son soles al brindis. El valor de decirle al que se esconde tras una legítima libertad de expresión que lo ha dicho o hecho es una sinvergonzonería. O que determinadas damas que se arrogan la custodia del poder moral de la sociedad es solo una patética y ridícula desubicada que nos recuerda a la Gloria Swanson de aquel ‘crepúsculo de los dioses’.


Si no somos capaces de recuperar el lenguaje para el pueblo, de nada nos servirá creer que podremos recuperar la democracia. Volvamos a llamar a las cosas por su nombre y estúpido al que hace estupideces, solo así lograremos de nuevo ser libres y dignos. En política las acciones son discutibles, pero una imbecilidad siempre será una imbecilidad por más que el haga el alcalde, y por más que haya ganado unas elecciones y por más que tenga tal o cual representación. Negar esta realidad es negarnos a nosotros mismos y convertirnos en ovejas o ratas que marchan al son de un flautista. Y si no lo conseguimos, habremos hecho lo que debíamos. Parece sencillo. Pero no lo es. Si alguna genuina riqueza tenemos los ciudadanos es la de la palabra, y esa palabra es la han secuestrado los políticos. Volvamos a hacerla nuestra y nos regeneraremos como ciudadanos. Solo entonces, cuando volvamos a llamar a las cosas por su nombre los políticos se darán cuenta de que no son nada y podremos volver a decir, soberanos, que al igual que aquel emperador del cuento, el Alcalde va desnudo.

Lupe Castiñeiras: lampreasyboquerones@gmail.com


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