Pocas mujeres como Cristina Pato son capaces de hacer con Galicia de tripas corazón, de gaitas oración. Sabíamos que de esta tierra estaba casi todo dicho, pero no tarareado, hasta ahora y por esta orensana con sones que escarban como toro que baja la testa poderosa para arrancar. Música con música de ojos oscuros como secretos confesados que nos alcanzan desde cualquier pazo de Nueva York, universal como sus zocas en la alfombra de la ONU.
Cuando la escuchamos Cristina nos da su permiso para soñar echados en la hamaca de sus pentagramas sostenidos en fa, sueños en do mayor de aires y teclas donde la tierra es el profeta, rotunda, donde pueden grabarse en su tronco cualesquiera de nuestras iniciales a navaja. Sonríe como entre cañonazos del Sil de labios que se han cerrados dejándonos atrapada una mirada dentro, rozando el helecho de su cabello que busca hasta la tierra que la ve nacer en cada canción, pálida como la Luna mientras la llenamos de nuevos soplos, allí tan arriba donde se ponen las partituras a secar noche tras tarde tras alba tras noche.
Y quisiéramos acunarla como acuna ella la tripa de aire, arrorro, el arrullo de los bosques que agita y descorcha entre brazo y costado, es la melodía de los Caminos que guía a los peregrinos que van y vienen de sí mismos cuando el cielo se nubla o la noche se quiebra y derrama. De tantos.
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