Ana Pontón se narra como aquella alubia mágica del cuento que crece y ha crecido sin descanso hasta tocar el vientre de los cielos haciéndole cosquillas, como una mujer salida a modo de savia sabia nueva fluida desde cualquiera de las cicatrices de esta tierra, una promesa por sellar en sobre con lacre de labios a la que contemplamos con el temor cierto de ser devorados después como un ciervo por nuestros propios perros como aquel, una reivindicación en vaqueros ajustándose, la imagen de un grito que era ahogado y que ahora aprendió a nadar de sus manos, mirada de ojos de vino del Ulla labrada en mármol y pizarra y cuarzo con los pies en el techo y el corazón en el puño de un puñal, abanderada de causas encontradas que otros perdieron para casi siempre, de cabellos sin rienda y rostro del último románico celta tallado en nubes y ojos como restos de un castro y manos como ola que rompe en la roca y los vientos.
Porque Ana haberla hayla en camiseta que late a pesar de dormir en comisión de largos brazos como una carrera de fondo de mar, que es como empezar el libro de estos días por el último capítulo a la luz de las velas de lona, un trazo sinuoso al aire en cuya frente hacemos pintadas de ensueños jóvenes, como querer probar sus propuestas en su propia lengua.
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