Carmen Adán se expande a nuestros ojos como el verde prado recién segado en que nos levantamos tras cada noche de inmerecido descanso, cuando golpea la aldaba sacudiendo las telarañas de la conciencia, fresca y viva, perlada, la huella ocre de que una labor noble ennoblece el alma y el alma será el reflejo del rostro, o puede que al revés, asemejando la parte bella de un violonchelo al instante de recibir el arco que, como mano de orfebre, reverbere el sonido de pensarla al peinarse, murmullo de terciopelo que se cuela a plenos pulmones por estas ventanas abiertas de par a impar, una sonrisa como regalo cuando se rasga el papel que lo envuelve y, naturalmente, esa primera costilla prestada a precio de oro que desde entonces andamos buscando a tientas palpando el encaje de nuestra mano en sus huecos, tecnocracia de mandil y katiuska, la búsqueda de la igualdad del aceite y el agua añorada como cruzada mágica hasta embarcarnos en sus naves ya quemadas en pos de ese dorado que creímos sus palabras, pulcritud de cristal entallado, embriaguez de periódico aún cálido que huele a tinta de la mañana recién exprimida, boceto de cualquier ensayo.
Y será esta Carme(n) otra vez esa Themis que vuelve a por nuestros fueros de hogaño con balanza y espadas de Damocles melladas, para encontrarnos mirándola como unos Pigmalión rumiando que si en política se vive de quinielas, quisiéramos conocer su combinación.
Y será esta Carme(n) otra vez esa Themis que vuelve a por nuestros fueros de hogaño con balanza y espadas de Damocles melladas, para encontrarnos mirándola como unos Pigmalión rumiando que si en política se vive de quinielas, quisiéramos conocer su combinación.
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