Sobe el pecho de plata de Begoña Fernández las medallas que le cuelgan son del color del metal de la piel, la arrancada a las rivales en buena lid, mujer olívica de brazos de catapulta y piernas de tensas ballestas, golpe franco en el deporte gallego que ha hecho de sus contrarias remendeiras de redes donde guarda balones como colección, saltos que son bailes de sombras de una lámpara que oscila en el techo y fuerza que se le va y le vuelve por una boca que es de todos como el triunfo de una fuerza atávica, excepción a la regla de la importancia de solo participar cuando el ganar se hace costumbre para quien reparte juego en el balonmano como quien reparte caramelos o una mano ganadora de la baraja.
Y así es verla correr, gelatina agitada, una Begoña seria y garra en guante de seda ambidiestra, belleza sin prórroga y elegancia de marcador a nuestro favor, figura de la elegancia de una final soñada y el perfil de pelo crespo de un trofeo que guarda, aún, los besos de la victoria que se hace esperar como un amante infiel o el peso de las maletas del exilio deportivo donde no juegan las meigas aunque hainas, y, al fin, quedar para dar unos pasos y, con ella, hacer dobles.
Y así es verla correr, gelatina agitada, una Begoña seria y garra en guante de seda ambidiestra, belleza sin prórroga y elegancia de marcador a nuestro favor, figura de la elegancia de una final soñada y el perfil de pelo crespo de un trofeo que guarda, aún, los besos de la victoria que se hace esperar como un amante infiel o el peso de las maletas del exilio deportivo donde no juegan las meigas aunque hainas, y, al fin, quedar para dar unos pasos y, con ella, hacer dobles.
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