En la Luna, decían aquellos filósofos antiguos, vivía el alma. Fueron, y allí no había nada. Y para colmo nos despertaron a quienes dormitamos a la orilla de sus mares después de habernos bañaados en sus aguas de cosmo y olas de Verne. Hubo un tiempo en que el hombre quiso ir a la Luna y fue, y llegará un tiempo en que sabremos el por qué. Pero fuimos porque al hombre le dio la gana y de paso escupía en un vaso de vodka. El hombre es así (disculpen si no digo también mujeres, pero pido amparo al la RAE y no a cualquier telediario, mitin o academia de soplapollas, con perdón por las academias).
Y como fuimos nos volvimos, marcha atrás, mirando por el retrovisor y sin intermitentes. Las cosas de las que es capaz el hombre cuando se lo propone. Incluso haber saciado el hambre en el mundo durante, tal vez, unos meses con el dinero que allí se fue en fuegos de artificios, saciar el hambre o haber hecho una temporada más de Dónde Estás Corazón, cosa de gustos.
Maravilloso el hombre, el astronauta, palabra que en algún ignoto dialecto significa suicida, o Colón que mucho antes de que existiese Puerto Banús se echó al agua porque tuvo un pronto. Esos hombres, qué hombres, que unos junto a otros forman la Humanidad, se sienten toda la Humanidad, a todos miran y les sonríen porque en sus bolsillos de astronautas llevan los recados que cada hombre envía al más allá de los sueños. El hombre que inventa al hombre, que el universo se le queda pequeño como a Colón, a Pizarro, a Cook los mares les parecían charcos después de una tormenta. Los mismos que en su equipaje llevaban sus miserias, sus pecados, sus ambiciones pocas veces sanas, pero también nuestro futuro en latas de conservas del Carrefour si es que existía.
El Hombre y la Humanidad.
Y luego están esos hombrecillos, insectos con nóminas y refajos, motas de polvo capaces de mirar mal a otro porque las boinas o las barretinas de su pueblo son las mejores. Y su idioma. Hay que ser catetos, coño. O peor aún: indignos.
Y como fuimos nos volvimos, marcha atrás, mirando por el retrovisor y sin intermitentes. Las cosas de las que es capaz el hombre cuando se lo propone. Incluso haber saciado el hambre en el mundo durante, tal vez, unos meses con el dinero que allí se fue en fuegos de artificios, saciar el hambre o haber hecho una temporada más de Dónde Estás Corazón, cosa de gustos.
Maravilloso el hombre, el astronauta, palabra que en algún ignoto dialecto significa suicida, o Colón que mucho antes de que existiese Puerto Banús se echó al agua porque tuvo un pronto. Esos hombres, qué hombres, que unos junto a otros forman la Humanidad, se sienten toda la Humanidad, a todos miran y les sonríen porque en sus bolsillos de astronautas llevan los recados que cada hombre envía al más allá de los sueños. El hombre que inventa al hombre, que el universo se le queda pequeño como a Colón, a Pizarro, a Cook los mares les parecían charcos después de una tormenta. Los mismos que en su equipaje llevaban sus miserias, sus pecados, sus ambiciones pocas veces sanas, pero también nuestro futuro en latas de conservas del Carrefour si es que existía.
El Hombre y la Humanidad.
Y luego están esos hombrecillos, insectos con nóminas y refajos, motas de polvo capaces de mirar mal a otro porque las boinas o las barretinas de su pueblo son las mejores. Y su idioma. Hay que ser catetos, coño. O peor aún: indignos.
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