A la hora señalada bajé a la calle. Ya me estaba esperando.
Llevaba gafas de sol,
un pañuelo en la cabeza y una gabardina negra.
La encontré muy
hermosa y elegante con ese atuendo que, sin embargo, no creí adecuado.
Yo iba vestida como
una dama de honor, con traje de fiesta. Me sentí ridícula a su lado.
Durante los casi
veinte minutos que anduvimos se movió por entre las sombras con habilidad, por
momentos parecía ser invisible.
Evitábamos cruzarnos
con otros viandantes.
Ni siquiera
respondimos a los escasos vecinos que la reconocieron.
Entramos con rapidez
y dejamos los abrigos.
Desde el recibidor
podía escucharse una música agradable, baladas, en vivo.
En el Salón, una
joven que destilaba timidez, de voz quebradiza y elegante delgadez cantaba sin
micrófono para el escaso puñado de parejas que ocupaban algunas de las mesas
bajas.
-He de presentarte nuestro director. Le llamamos Director
porque algún nombre había que darle. Es quien hace cabeza por experiencia y
antigüedad, nada más. Son las normas. A veces le llaman Salomón en referencia a
su tarea de dirimir los conflictos que en ocasiones se presentan.
Pedimos refrescos y
nos sentamos en una de las mesas aguardando.
Me explicó que la
cantante era una apuesta de un miembro.
Podría triunfar o
volverse por donde había venido, de ella dependía.
(Hoy, verano de 2012,
no hay emisora radiofónica o cadena televisiva en la que no haya actuado esta cantante y su grupo.
También en España.)
Pregunté que de qué
dependía su éxito, y se rió.
Sólo contestó que
cada cual apuesta como quiere al número que quiere.
-Ya lo harás tú
también algún día.
Bajando las escaleras
ví llegar a un señor muy mayor, bajito, de gran nariz respingona, melena canosa
y largas barbas blancas muy cuidadas.
Vestía como un
hortelano, pero sus maneras resultaban aristocráticas.
Me hizo una seña para
indicarme que era él.
Fuimos a su
encuentro.
Me presentó como la
muchacha de la que le había hablado.
Se inclinó respetuoso
y me besó una mano dándome la bienvenida.
Algo habló sobre mis
padres, sumido como estaba él también en el error sobre mi persona.
También esta vez
callé.
Se sentó con nosotros
a la mesa y le sirvieron orujo que bebió de un trago.
La muchacha acabó una
canción y aplaudimos.
La mujer se levantó entonces y se dirigió a un recién llegado.
Se besaron como
adolescentes.
El Director,
leyéndome el pensamiento, se adelantó para decirme que no era su marido.
Ni su marido, ni la
esposa del recién llegado, conocían este lugar.
Luego sacó del
bolsillo una llave, común y corriente, y me la entregó.
Para que viniera cada
vez que quisiera.
Me aconsejó que si en
mi casa no me vestía como una cortesana, tampoco debía hacerlo allí. Se rió
desenfadado y, disculpándose con elegancia, me dejó.
Un conocidísimo empresario de Santiago se sentó entonces a mi lado.
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