Suele ocurrir con excesiva frecuencia para lo poco que sabemos de este siglo, que quienes apuestan sin esperar nada a cambio por entregar su lealtad a una persona (porque hacerlo a una causa suele ser bastante tonto), acabe jodido, apaleado y, en ocasiones calumniado. Las causas de ello son múltiples aunque por lo general las más simples y básicas suelen convertirse en las más certeras. Generalmente porque la lealtad al contrario que otras actitudes, y da igual que se preste por quien está arriba al de abajo o viceversa, trae consigo el sabor amargo del aviso, de la advertencia, de la cautela ante tal cosa o persona, la denuncia, el afear conductas y, en fin, todo lo que como la buena medicina, provoca en la persona a la que se aprecia, un regusto amargo, tanto que esta persona prefiere mantener su actitud y continuar con lo que le dicta el interés y no la justicia, prefiere la conveniencia, el provecho económico o social y, en definitiva, la ceguera. De nada sirve que en nombre de la lealtad uno se ponga a disposición de la persona, le advierta o confiese si al final prefiere continuar con aquello y aquellos que por coba o mutuo beneficio recíproco le resulta más agradable en el momento. Porque para qué negarlo, la lealtad tiene un componente, su puntito de fastidio, y siempre resulta más refrescante estar del lado del que puede darnos provecho, que es algo que puede verse, tocarse y contarse. Ser justo y leal está bien, se dice, pero mientras no sea traducible a euros es prescindible. ¿Consecuencias? A la vista está…
Pero, y esa es la tragedia de la lealtad, con ella no ocurre como con unos zapatos que se prestan sino que al entregarse desinteresadamente se hace para siempre, de por vida. Puede llegar a perderse, pero será por amputación, y de esa cicatriz siempre vuelve a brotar una nueva lealtad hacia la misma persona.
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