Por Sylvia Vaamonde
El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la
misma urna, y tres con el mismo político. Por ese motivo poco se puede añadir a
la intervención cafetera de Ana Botella que no sea tratar de descafeinarla o
pasar olímpicamente de la misma, más alta, más lejos o más fuerte. Pero lo
cierto es que más allá de la sacarina y las pastas convendría detenernos en el
hecho de que la histriónica alcaldesa actuó bajo la batuta de un profesional de
la cosa, un ganapán que vive de decir a quien quiera pagarle cómo debe hacer
aquello que ni él, en su sano juicio, se atrevería a imaginar siquiera. Es el
asesor, el politólogo, el maestro de oratoria que tan bien conocemos en Galicia
y Santiago. Conde Roa, recuérdese, tenía tres a sueldo cuando alcalde, tres
como tres soles, y no era el único, aunque mejor dejar correr el auga de las
editoriales, no sea qué, que auga pasada mueve molino con piedras de comulgar.
El caso es que haberlos hailos, es lo preocupante, señores y
personas. Cuando se ha conocido a alguno de estos la sensación unánime, el
asesor político considera al asesorado lelo, tonto hasta decir basta, no solo
por necesitar de él sino además pagarle. Ese es tal vez el motivo por el que su
tarea principal no sea la de asesorarle honradamente, es decir, escapar del asesorado
donde no pueda encontrarlo, sino convencerle sin demasiado esfuerzo de la
necesidad de contar con su asesoramiento y sus quinquenios. Ana Botella es buen
ejemplo porteño de lo dicho, ¿o acaso si los tales asesores se creyeran la
mitad de lo que dicen no serían por ventura ellos los mejores candidatos?
Poco, muy poco tienen que ver los asesores patrios con sus
orígenes anglosajones, allí donde importa ser lo que se parece ser, que aquí lo
de contar con politólogos es más cosa iberoamericana, de bananas y palmerales,
del menos samba y más trabajar, como si tener asesores fuera como, por decir
algo chorra, un doctorado en periodismo, como un vibrador para el ego y muy poco
más. En un país donde la egolatría es religión, presumir de contar con asesores
de oratoria como antaño de oratorios, que te laman el oído es el no va menos
del provincianismo. Que para esos menesteres no se cuenta con los amigos porque
estos, al no cobrar, no se consideran gentes de fiar y donde menos te lo
esperas te dicen lo que no te gusta. Por eso es siempre mejor tener al lado a
quien siempre te dirá lo grande que eres, que pagar, lo que se dice pagar, ya
lo hará el pato.
¿Cómo olvidar aquella estancia de Cocodrilo Dundee en
América cuando al ver en la gran ciudad tantas placas de psicólogos preguntaba
a su acompañante si es que allí naie tenía amigos? Pues así con los asesores. O
casi.
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