Por Lupe Castiñeiras
Foto: Imagen tomada por cámara de seguridad |
Cuando encontraron a Pablito, seis meses después de su llegada
a la Plaza de Galicia, ya se había convertido en un auténtico náufrago de luengas
barbas a pesar de tener solo siete años, pero es que ser náufrago es lo que tiene. Algunos todavía lo recordarán, cómo fue su madre la que lo llevó a la
remodelada Plaza para disfrutar de unos minutos de asueto, minutos que se
transformaron en días y estos en semanas hasta que pudo por fin sortear el tráfico, los grupos de señoras, los accesos y regresar a por su retoño.
En el lugar donde se le perdió la pista, aquel
espacio de expansión ciudadana, esa isla urbana en mitad del enmedio de la
vorágine circulatoria, Pablito tuvo que aprender a sobrevivir hasta que su
madre pudiese volver a recogerle, ¡quién sabía cuándo! acaso cuando las
constelaciones de luces verdes y rojas de los semáforos volvieran a alinearse
favorablemente y los policías locales en su insondable sabiduría tuvieran a bien darle paso. Aprendió allí el zagal a pelear con las palomas por unas migas de
pan y a esconderse de las viejas que trataban por todos los medios de pellizcarle
la mejilla. Pasó de este modo el tiempo mientras la madre, desesperada, le
gritaba inútilmente desde la acera de enfrente tratando de alcanzar la Plaza. Voluntarios y curiosos se
agolpaban en los alrededores animándola, consolándola y lanzando con desigual
fortuna víveres a Pablito con la confianza de que no cayeran en manos de los pérfidos
perroflautas. Pablito, en fin, aprendió a trepar a los árboles y hasta logró fabricarse
un anzuelo para pescar en el estanque con una chapa doblada de pokémon, comía
pájaros y procuraba no enloquecer con las conversaciones de los taxistas ni
caer alcanzado por una vomitona, contando para ello estrellas por las noches
mientras aguardaba el regreso de su madre, amaestró ratas a las que obligaba a
bailar y celebraba botellones con los restos de donsimón que encontraba en cualquier
esquina y que luego empleaba para introducir mensajes en los mismos cartones que
lanzaba a la carretera pidiendo socorro, comida y un cargador para el móvil.
Cuando finalmente lograron acceder a él, Pablito llevaba
bajo brazo una pelota con una cara dibujada, andaba encorvado y ahora gruñe en
vez de hablar.
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