miércoles, 4 de diciembre de 2013

Pablito, el niño-náufrago de la Plaza de Galicia



Por Lupe Castiñeiras

Foto: Imagen tomada por cámara de seguridad

Cuando encontraron a Pablito, seis meses después de su llegada a la Plaza de Galicia, ya se había convertido en un auténtico náufrago de luengas barbas a pesar de tener solo siete años, pero es que ser náufrago es lo que tiene. Algunos todavía lo recordarán, cómo fue su madre la que lo llevó a la remodelada Plaza para disfrutar de unos minutos de asueto, minutos que se transformaron en días y estos en semanas hasta que pudo por fin sortear el tráfico, los grupos de señoras, los accesos y regresar a por su retoño. 
En el lugar donde se le perdió la pista, aquel espacio de expansión ciudadana, esa isla urbana en mitad del enmedio de la vorágine circulatoria, Pablito tuvo que aprender a sobrevivir hasta que su madre pudiese volver a recogerle, ¡quién sabía cuándo! acaso cuando las constelaciones de luces verdes y rojas de los semáforos volvieran a alinearse favorablemente y los policías locales en su insondable sabiduría tuvieran a bien darle paso. Aprendió allí el zagal a pelear con las palomas por unas migas de pan y a esconderse de las viejas que trataban por todos los medios de pellizcarle la mejilla. Pasó de este modo el tiempo mientras la madre, desesperada, le gritaba inútilmente desde la acera de enfrente tratando de alcanzar la Plaza. Voluntarios y curiosos se agolpaban en los alrededores animándola, consolándola y lanzando con desigual fortuna víveres a Pablito con la confianza de que no cayeran en manos de los pérfidos perroflautas. Pablito, en fin, aprendió a trepar a los árboles y hasta logró fabricarse un anzuelo para pescar en el estanque con una chapa doblada de pokémon, comía pájaros y procuraba no enloquecer con las conversaciones de los taxistas ni caer alcanzado por una vomitona, contando para ello estrellas por las noches mientras aguardaba el regreso de su madre, amaestró ratas a las que obligaba a bailar y celebraba botellones con los restos de donsimón que encontraba en cualquier esquina y que luego empleaba para introducir mensajes en los mismos cartones que lanzaba a la carretera pidiendo socorro, comida y  un cargador para el móvil.

Cuando finalmente lograron acceder a él, Pablito llevaba bajo brazo una pelota con una cara dibujada, andaba encorvado y ahora gruñe en vez de hablar. 

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