Por M.S.
Bajo la piel de Vincent Parry, el rostro de Bogart es el de un
hombre injustamente encarcelado que ansía recuperar su libertad a través de una
cara vieja, que muestre que ya ha vivido lo suficiente, pero lo suficiente
nueva para comenzar a vivir otra vez. Algo así como pedir a la carta de la ciencia
quienes deseamos parecer en el presente sin que sea condición imprescindible
para ello arrepentirnos de quienes ya hemos sido en el pasado.
El protagonista de esta película vive atrapado en una
escalera escheriana, víctima de una destino caprichoso empeñado en que, una y
otra vez, escena tras escena, vuelva a tropezar con los mismos secundarios sin lograr
mezclarse con la multitud, esa multitud
que de llegar a acogerle le permitiría escapar de sí mismo.
A lo largo de la película los personajes se conocen y se
reconocen a través de una tenebrosa senda que, por momentos, los atrapa en una
carrera desesperada por encontrar la salida y que en otros se torna en una
tediosa espiral que parece llevarse, una y otra vez, al mismo punto de salida;
se trata de una sensación semejante a la de coger el autobús a la misma hora
todas las mañanas o tomarse una cerveza en el bar de siempre después de
trabajar, las mismas caras, las mismas personas.
Aquí, como el cine, pasado el momento inicial de
diferenciarnos los unos a los otros, e incluso los unos de los unos, nuestra
convivencia se convierte en una jaula, en una repetición, en una retahíla en la
que, con solo echar una simple ojeada a los rostros que nos rodean, es fácil
presuponer en qué supermercado abastecen la despensa, en qué colegio
matricularán a los niños y, afinando un poco más, qué vocaciones frustradas
pueblan sus noches de insomnio. Un juego de adivinanzas con las que hacer más
llevadero el trayecto hasta el trabajo o con las que, simplemente, amenizar los
diálogos mientras se prepara la cena.
Con el paso del tiempo, como con los minutos del
largometraje, todo se torna asquerosamente previsible y las caras que nos observan
son tan conocidas que creemos saber más de ellas que de las nuestras; afortunadamente,
las propias aún guardan la capacidad de sorprendernos con otra impertinente arruga,
una desafortunada alteración cutánea o algún gesto de cinismo fruto de las
variaciones de nuestra economía. Las otras no, las otras se han vuelto tan
insoportables que desearíamos llegar a ser otros y probar a verlas desde otra
perspectiva. Y en eso, sin duda, es en lo que acierta La senda tenebrosa. Nos brinda la fantasiosa posibilidad de
disfrutar de casi una hora de rodaje de plano subjetivo, con la cámara en la
mirada de su protagonista, viendo a través de sus ojos pero sin verle,
acrecentando en cada escena la curiosidad por descubrir quién es el rostro que está
detrás; creando una atmósfera en la que, al dejar de vernos por unos instantes,
desearíamos realmente saber quiénes somos.
Y quizás sea de eso de lo que se trata, de una cuestión de
perspectiva, de lograr salir de los enrevesados laberintos que habitamos sin llegar
a desorientarnos, de conversar sin sentirnos en la obligación de inventar
constantemente nuestra personalidad, de reencárnanos una y otra vez sin necesidad
de anestesia, o simplemente de decir la verdad, la nuestra, "al fin y al
cabo si dices la verdad nadie te cree", como asevera Lauren Bacall.
No parece el mejor guión con el que rodar una gran película
pero tampoco es el peor que podríamos llegar a protagonizar. A lo mejor es
cierto aquello que sostenía George
Bernard Shaw de que los espejos se emplean para verse la cara y el arte
para verse el alma. Si quieren, juzguen(se) ustedes mismos.
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