Por Susana Diez de la Cortina Montemayor *
La verdad no es gratis, aunque podríamos bromear diciendo que el dicho latino “vera
pro gratis” suena como “lo verdadero, si gratis, dos veces verdadero”, en cabal
paralelismo con la conocida máxima que dice que “lo bueno, si breve, dos veces
bueno”. Bromas aparte, lo que significa el dicho latino es que son antes las cosas
verdaderas que las gratas. Que hay que anteponer la verdad a lo que nos agrada. De
hecho, la verdad difícilmente suele salirnos gratis en estos tiempos de mentirosos,
aunque, si bien se mira, mentirosos los ha habido siempre, y los que, además de serlo,
añaden a ese feo pecado el del abuso de su poder, están bien documentados, como
cuento en otro artículo reciente, desde tiempos de la Biblia y aun antes. Seguro que
recuerdan el relato bíblico de la casta Susana, a la que dos ancianos y afamados jueces,
para conseguir sus favores sexuales, intentaron coaccionar diciendo que, de no
consentir, la acusarían falsamente de adulterio, por entonces penado con la muerte por
lapidación. Con aquella mentira los dos jueces pusieron a Susana entre la espada y la
pared: o aceptar y quedar a merced de los lujuriosos jueces, o ser víctima inocente de
sus mentiras (y ella, claro, eligió la espada, y por su rectitud y valentía obtuvo la ayuda
del cielo y los jueces fueron desenmascarados).
El relato de la casta Susana no me vino a la mente de forma casual. Lo recordé cuando
una estudiante de español de origen africano, Claudia, mujer muy atractiva además de
extraordinariamente inteligente y capaz, me contó cómo había envenenado su vida el
rumor propagado en su oficina por un compañero envidioso cuando la habían
ascendido, sugiriendo que tenía un lío con el jefe. El bulo había calado rápidamente
porque, siendo guapa, era fácil “creerlo”, aunque nadie hubiera podido probarlo. Algo
parecido ocurre con todo tipo de creencias: si un artista es aclamado como genial, sus
descendientes también, ya que existe la creencia de que el arte es algo que “se mama” o
“se lleva en la sangre”; si la monjita de un convento era tan santa que en su época le
atribuyeron varios milagros, es más probable que se pueda “creer” que el agua
milagrosa que comercializan con su nombre sus hermanas de orden tres siglos después
también lo sea (y conste que no estoy hablando de la fe, que es cosa bien distinta y
bastante más seria, sino de esas creencias interiorizadas a partir de ciertas ideas con las
que nos explicamos cómo está configurado el mundo). Pero lo peor viene cuando las
creencias de unos entran en disputa con las de otros: para unos el agua embotellada y
vendida por las monjitas no merece más crédito que el de cualquier patraña milagrera,
pero otros pedirán, en nombre de su religión, respeto por la botellita que contiene, para
ellos, un elixir sagrado, vehículo de sanación milagrosa. En resumen, es cuestión de
creencias: incluso entre personas de fe, hay quien cree en los milagros, y hay quien no...
(Continuará....)
*Susana Díez de la Cortina es filóloga y directora académica de AulaDiez
(www.auladiez.com), y autora de varios libros de poesía y de gramática del español para extranjeros.
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