Sánchez Bugallo, Xosé, ya era José Antonio antes de ser alcalde de Santiago con la misma autenticidad de quien no sabe saberlo, y tal vez por eso luzca como nadie la cara de quien siempre está recordando un chiste malo. Vara de mando que sube como la espuma y baja como un teleférico, corbata de color propósito arrugado de quien duerme con su enemigo castigado a hacer la cama cada tarde, un catre siempre pequeño para sueños y pesadillas. Parieron al fin los montes de Compostela y salió quién es capaz de enseñarle los dientes a cualquier elefante de circo, un personaje más popular que popular.
Ser alcalde de Santiago es serlo de los vientos, despacio como un mercedes que se petrifica por días a golpe de adoquín, diestro con mano izquierda atento a cualquier derechazo y bajo como los golpes, un guardia urbano de peregrinos sin brújula ni méigula. Difícil el papel de pergamino de quien tiene por mano derecha a la izquierda y portavoz de ventrílocuo, es la espera paciente del verso que rime asonante asomado a un Obradoiro sin burladeros ni maletillas, siempre bajo el ecuestre matamoros relinchante de Raxoi, siempre a los pies de su caballo, de todos. Solo espera uno, que cualquier sábado, invite por fin a una copa. O dos.
Ser alcalde de Santiago es serlo de los vientos, despacio como un mercedes que se petrifica por días a golpe de adoquín, diestro con mano izquierda atento a cualquier derechazo y bajo como los golpes, un guardia urbano de peregrinos sin brújula ni méigula. Difícil el papel de pergamino de quien tiene por mano derecha a la izquierda y portavoz de ventrílocuo, es la espera paciente del verso que rime asonante asomado a un Obradoiro sin burladeros ni maletillas, siempre bajo el ecuestre matamoros relinchante de Raxoi, siempre a los pies de su caballo, de todos. Solo espera uno, que cualquier sábado, invite por fin a una copa. O dos.
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