
Es en Araceli Gonda donde se cobija el azul del cielo, del séptimo, cada vez que se nubla en Galicia, en sus ojos, donde dejamos los pies y las manos en remojo sabiendo que con ella siempre jugamos en casa disputando a uno y otro lado de la línea divisoria de los campos que es la raya de su pelo, corto como una calada y negro como un apagón, donde somos nosotros los pendientes a su boca de neón cada día en que nos regala un marcador abultado, espectadores de la tribuna cubierta de sus pestañas y abonados a su voz de pase en profundidad recorriendo la banda de comisura a comisura de sus labios de lacre, la crónica de una suerte anunciada que es el verla catódica con un cuello de hojaldre fuerte y esbelto, cariátide de pantalla de plasma que apenas empezara a cobrar vida y milagros, con la sobriedad de una enredadera de perfil uzbeco, que serán apenas unos minutos al día y en el descuento pero con el sabor a moscatel de una remontada.
Y es que esta Araceli acaba por rematarnos de tacón, recortada mayestática la claridad de su rostro como de luna recién mojada en leche, pero la pantalla nunca responde por más alto que declaremos, nunca responde y se escapan nuestros suspiros de helio al otro canal, al de desagüe, por querer que nos convoque en noche estrellada como de confeti a jugar en su liga. Mientras, esperaremos saltar del banquillo al balcón.
Y es que esta Araceli acaba por rematarnos de tacón, recortada mayestática la claridad de su rostro como de luna recién mojada en leche, pero la pantalla nunca responde por más alto que declaremos, nunca responde y se escapan nuestros suspiros de helio al otro canal, al de desagüe, por querer que nos convoque en noche estrellada como de confeti a jugar en su liga. Mientras, esperaremos saltar del banquillo al balcón.
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