Ya conocemos quién es el hombre más rápido del planeta, pero el más lento aún tardaremos en saberlo unos días o semanas, cuando llegue. Cientos de millones de personas han visto desde su sofá la carrera de Bolt mientras el colesterol les abrazaba como un Alien, y por ese motivo no ha habido medio de comunicación que no se haya hecho eco de tamaña hazaña por más que pensándolo bien el récord sea una tontería descomunal ya que, si nos fijamos bien, vemos que Bolt, el jamaicano atleta de color (de color negro, claro), no iba en realidad a ningún sitio. Y es que mientras en el resto del reino animal el ejemplar más rápido, fuerte o hábil tiene como premio la tarea de perpetuar la especie como si de un sultán se tratara, en el caso del hombre tales méritos se transforman en una medalla y unos cuartos. Este hecho, unido a la Declaración de la Renta y al Atlético de Madrid, hacen del ser y el estar humano una especie única sobre la tierra.
El estúpido tiempo del corredor vuelve nuevamente a suscitar la cuestión de los límites físicos del hombre y paralelamente nos lleva a considerar la evolución humana en su conjunto. Paleontólogos, arqueólogos y otros científicos de todo pelaje se devanan la sesera tratando de desentrañar el origen del hombre Pero uno, en su habitual torpeza, apenas alcanza a ver esto como una película ya empezada de la que solo espera el final. Y a este final, la culminación del género humano, asiste con estival periodicidad cuando aparecen como golondrinas de la evolución esas atletas ucranianas, o bielorrusa, o uzbeca o rusa, y hasta alguna americana. Esa es la cima, el cumio de la especie sin duda. Basta con ver un ornitorrinco o un insecto palo para comprobarlo (aunque sea cuestión de gustos y los insectos palo piensen lo mismo de nosotros, pero resulta frustrante discutir con ellos, compruébenlo), y ahí puede verse la mano y el ojo de la divina providencia. La belleza de una atleta es un fin en sí mismo, no hace mejor a una persona como un músico, un escritor o una actriz no son mejores personas por lo que hacen, pero su obra si puede ayudarnos a nosotros a ser mejores. La belleza de esas atletas nos reconcilia con la vida. Eso sí es un récord del que convendría seguir hablando.
El estúpido tiempo del corredor vuelve nuevamente a suscitar la cuestión de los límites físicos del hombre y paralelamente nos lleva a considerar la evolución humana en su conjunto. Paleontólogos, arqueólogos y otros científicos de todo pelaje se devanan la sesera tratando de desentrañar el origen del hombre Pero uno, en su habitual torpeza, apenas alcanza a ver esto como una película ya empezada de la que solo espera el final. Y a este final, la culminación del género humano, asiste con estival periodicidad cuando aparecen como golondrinas de la evolución esas atletas ucranianas, o bielorrusa, o uzbeca o rusa, y hasta alguna americana. Esa es la cima, el cumio de la especie sin duda. Basta con ver un ornitorrinco o un insecto palo para comprobarlo (aunque sea cuestión de gustos y los insectos palo piensen lo mismo de nosotros, pero resulta frustrante discutir con ellos, compruébenlo), y ahí puede verse la mano y el ojo de la divina providencia. La belleza de una atleta es un fin en sí mismo, no hace mejor a una persona como un músico, un escritor o una actriz no son mejores personas por lo que hacen, pero su obra si puede ayudarnos a nosotros a ser mejores. La belleza de esas atletas nos reconcilia con la vida. Eso sí es un récord del que convendría seguir hablando.
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