Por Lupe Castiñeiras
Salvo quienes conocen a algún experto en la ciencia ruso-ucraína,
al resto nos supone un gran esfuerzo adentrarnos en la mentalidad de un pavo
real, entender sus razonamientos o, aparentemente, la falta de tales. No
digamos ya si hablamos de los cisnes. Aunque estos últimos se esfuercen meritoriamente
en aparentar que la cosa no va con ellos gracias a tan grácil cuello, en el
caso de los pavos la realidad se complica hasta convertirse en tragedia griega con
sus trece actos y otras tantas actas. Fíjese si no en los bichos de la Alameda,
atienda a la incertidumbre pintada con acuarela en sus ojos y que, por momentos,
consiguen que nos sintamos culpables de no sabemos qué.
¿Qué miran esos cisnes, qué saben esos pavos que no se
atreven a contarnos? Sólo los ojos de los niños parecen conocer sus secretos,
tan puros que en ocasiones nos llevan a creernos a creer que somos capaces de
creer. Se miran y callan cómplices, y en
ese silencio nos avergüenzan. Tal es la vida y la vida después de la suerte, como
eso que antes eran círculos viciosos y hoy se llaman rotondas que hay que
desvestir de lo que son para enfundarlas en lo que no somos siendo, rotondas
arboladas, arbustivas, floreadas. ¿Es necesario cambiarle los trajes de
emperatrices a las rotondas por un quítame allá esas pujas? Nos preguntamos si
seremos mejores personas si contamos con mejores rotondas, más aromáticas, más
elegantes, más señoriales, pero concebidas y engendradas para dar vueltas a su
alrededor, como las pelotas y sus rebotes. Nos lo preguntamos como antes nos
preguntábamos si seríamos mejores ciudadanos si tuviéramos más terminales
aeroportuarias creyendo que los turistas vendrían a visitarnos, precisamente, para
ver a ese nuevo aeropuerto en ristre con las cámaras de retratar botafumeiros,
zapatones y visitas guiadas a la finca do Espiño de mano de manirrotos y otras
sociedades limitadas, o limitadísimas. Aeropuertos, en fin, surtidos de
hangares para perritos pilotos y sapientísimos conocedores de las ciencias aerotransportistas
que evocan los mejores tiempos de varones rojos y pájaros locos para despiporre
anímico del personal. O si acaso seríamos peores ciudadanos si en la ciudad se
tocara más el clavicémbalo que la flauta de pordioseros que no votan. Nos
preguntamos, con los cisnes y unos pavos más republiarcanos que reales, acerca
de la diferencia entre hacer ‘urbanismo’ y ‘jugar a las casitas’. Y no sabemos
respondernos porque hay más respuestas que preguntas retóricas, y porque ellos, los cisnes, desdeñosos, no nos
lo quieren decir guardándose su secreto como las madres antaño y hogaño nos
decían ¡lo hago por tu bien! Para que aprendemos algo que por desconocido no
sabemos si hemos llegado a aprender cuando aprehender se ha convertido en la
mejor de las ciencias infusas. Porque, a eso hemos llegado caminando hacia
atrás, la ciudad será culta si yo, yo, ¡yo! no me pierdo un concierto de los de
violín y piano de cola de contactos.
¡Seguidme, que soy culta! como antes gritara aquel autista de Hammelin.
Y nos dejamos mirar por los pavos reales, ¡tan elegantes
ellos!, con sus plumas y sus crestas de alquiler por horas, cyranianos loros
que por ver escritos sus nombres con letras de oro son capaces hasta de ser
capaces de algo o venderse por un plato de lentejuelas. En síntesis, una foto,
o una fotosíntesis, como usted prefiera. Que también de ello saben los
inquilinos de renta antigua de la Alameda, todos a compostelanear mientras
susurran ’virgencita, virgencita…’.
Cisnes y pavos nos miran para, confesando, bajar la mirada.
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