Por Picheleira
Tuvimos, en fin, tiempo de tener la oportunidad perdida de poder
perder el tiempo. Fue una emboscada y a María Rozas le tocó bailar con los más
feos. Se reunieron, en fin, en coloquio televisado los portavoces de los grupos
municipales, y la dicha Rozas. ¿Por qué ella y no su jefe? No sabemos si lo
invitaron o no, o si declinó su asistencia, o no. Pero lo cierto es que no fue.
Y la mandó a ella. Sobre el diván que había sobre la mesa, los temas
habituales, los de la ciudad, uno tras otro como una aurora de rosarios
desgranados, en detalle, con datos, datas y ditirambos.
Martiño, aplicando su normativa sobre transparencia, no fue,
insistimos. Actuó como un cobarde, el Gran Cobarde. Mandó a su segunda para que
la apalearan a ella, para que le sacaran primero los colores y luego las asaduras,
asaeteada por mil cuestiones que casi un año después siguen sin respuesta.
Rozas hizo lo que pudo, la cabeza gacha, el dedo enrojecido de tanto meter y
sacar el anillo, escribiendo, pues eso, como una posesa. Porque no era ella la
que debía estar, sino el Gran Cobarde, ese que se hace tan valiente en su muro
social de lamentaciones dando lecciones de grandeza para, a la hora de la
verdad, esconderse enano como una liebre. No estuvo Martiño en el primer debate
televisado que ha tenido la ciudad, justificándose tras las excusas de buen
pagador de los suyos. La víctima del sacrificio del Gran Cobarde supo mantener
el tipo aguantando las embestidas, las contradicciones, las mentiras de sus
compañeros de partido que berran como colosos en la banda ancha pero que se
cagan encima si ven que van a partiles, políticamente, la cara de cemento
armado, esos Manuel Dios o Xan Duro que en ese anonimato de la impunidad institucional
no dudan en hablar de medios de comunicación vomitivos, pseudoxornales o
pseudoxornalistas justificando de este modo actos como los de Carvajal o
Escolar. El Gran Cobarde que critica al medio de comunicación no tuvo redaños,
criadillas de ir al debate, no, que enseguida farfulla, le tiemblan las
piernas, se le quiebra la voz, lloriquea si se ríen de él cuando compone odas
para autojustificarse.
El Gran Cobarde manda a una mujer para que se la coman los
perrillos revestidos de leones no sea que a él le tiren de la oreja, o de la hemeroteca,
no sea que no tenga, como en las entrevistas que sí le gustan, las preguntas
preparadas, no sea que le hagan hablar, decir qué demonios hace al frente de
una ciudad que desprecia, gobernando a unos vecinos a los que desdeña, en un
cargo que considera rastrero para la visión parnásica que tiene de sí mismo. El
Gran Cobarde volvió a revolverse en sus complejos de mal político para
investirse de mal compañero dejando a su segunda que muriera con los botines
puestos con tal de no salir él mal parado de algo tan apocalíptico a sus ojos
como rendir cuentas de lo que hace. El Gran Cobarde volvió a esconderse como
una vieja por miedo a no tener las respuestas preparadas, a que le preguntasen
algo no pactado, a enfrentarse a políticos y no al grupo cotidiano de
periodistas a los que seduce con hemistiquios insufribles, por el pánico a que
le preguntasen el ‘por qué, a que alguien se saltase el guion y quisiera saber
qué piensa sobre contratar a dedo a la empresa de su señora. El Gran Cobarde en
su ruindad no fue quién de dar un paso al frente y prefirió sacrificar a un
peón para seguir siendo reina. Porque al Gran Cobarde solo le importa él.
Perdió el acomplejado alcalde la oportunidad de demostrar
que está por encima de críticas, de las manipulaciones que tanto le gusta denunciar,
de las desinformaciones que tanto critica en la soledad de su teclado sin que
nadie le moleste, tuvo la oportunidad de dar un golpe de autoridad moral y
demostrar que sabe dar la cara. Pero no lo hizo, se cagó encima. Y mandó a una
valiente María Rozas que demostró dos cosas: primero, que a la hora de la
verdad Noriega es mentira, un gallina, y segundo, que espera que la recompensa
esté a la altura del bochorno que le hizo pasar. Pero que no se haga ilusiones,
si Noriega ha llegado adonde está no ha sido por cuidar de sus lealtades sino de
sus palmeros.
Y el Gran Cobarde, que nunca pierde la sonrisa, podrá
presentarse hoy sin una sola herida, sin un arañazo, sin un hematoma para
seguir dando lecciones y soñar con el paraíso que se tiene prometido para
quienes le aplauden. Dos frases edulcoradas y aquí no ha pasado nada. De este
Gran Cobarde puede asustarnos el poco aprecio que tiene por la ciudad, pero
provoca horror el desprecio que tiene hacia las personas, especialmente
aquellas, como su concejala, capaces de enterrar su dignidad para salvaguardar
la de aquel que la considera, como al resto de sus ‘hermanos’ combustible de la
imparable locomotora que es su soberbia ambición. Y punto.
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