jueves, 28 de abril de 2016

María Rozas y la noche del Gran Cobarde


Por Picheleira

Tuvimos, en fin, tiempo de tener la oportunidad perdida de poder perder el tiempo. Fue una emboscada y a María Rozas le tocó bailar con los más feos. Se reunieron, en fin, en coloquio televisado los portavoces de los grupos municipales, y la dicha Rozas. ¿Por qué ella y no su jefe? No sabemos si lo invitaron o no, o si declinó su asistencia, o no. Pero lo cierto es que no fue. Y la mandó a ella. Sobre el diván que había sobre la mesa, los temas habituales, los de la ciudad, uno tras otro como una aurora de rosarios desgranados, en detalle, con datos, datas y ditirambos. 

Martiño, aplicando su normativa sobre transparencia, no fue, insistimos. Actuó como un cobarde, el Gran Cobarde. Mandó a su segunda para que la apalearan a ella, para que le sacaran primero los colores y luego las asaduras, asaeteada por mil cuestiones que casi un año después siguen sin respuesta. Rozas hizo lo que pudo, la cabeza gacha, el dedo enrojecido de tanto meter y sacar el anillo, escribiendo, pues eso, como una posesa. Porque no era ella la que debía estar, sino el Gran Cobarde, ese que se hace tan valiente en su muro social de lamentaciones dando lecciones de grandeza para, a la hora de la verdad, esconderse enano como una liebre. No estuvo Martiño en el primer debate televisado que ha tenido la ciudad, justificándose tras las excusas de buen pagador de los suyos. La víctima del sacrificio del Gran Cobarde supo mantener el tipo aguantando las embestidas, las contradicciones, las mentiras de sus compañeros de partido que berran como colosos en la banda ancha pero que se cagan encima si ven que van a partiles, políticamente, la cara de cemento armado, esos Manuel Dios o Xan Duro que en ese anonimato de la impunidad institucional no dudan en hablar de medios de comunicación vomitivos, pseudoxornales o pseudoxornalistas justificando de este modo actos como los de Carvajal o Escolar. El Gran Cobarde que critica al medio de comunicación no tuvo redaños, criadillas de ir al debate, no, que enseguida farfulla, le tiemblan las piernas, se le quiebra la voz, lloriquea si se ríen de él cuando compone odas para autojustificarse. 

El Gran Cobarde manda a una mujer para que se la coman los perrillos revestidos de leones no sea que a él le tiren de la oreja, o de la hemeroteca, no sea que no tenga, como en las entrevistas que sí le gustan, las preguntas preparadas, no sea que le hagan hablar, decir qué demonios hace al frente de una ciudad que desprecia, gobernando a unos vecinos a los que desdeña, en un cargo que considera rastrero para la visión parnásica que tiene de sí mismo. El Gran Cobarde volvió a revolverse en sus complejos de mal político para investirse de mal compañero dejando a su segunda que muriera con los botines puestos con tal de no salir él mal parado de algo tan apocalíptico a sus ojos como rendir cuentas de lo que hace. El Gran Cobarde volvió a esconderse como una vieja por miedo a no tener las respuestas preparadas, a que le preguntasen algo no pactado, a enfrentarse a políticos y no al grupo cotidiano de periodistas a los que seduce con hemistiquios insufribles, por el pánico a que le preguntasen el ‘por qué, a que alguien se saltase el guion y quisiera saber qué piensa sobre contratar a dedo a la empresa de su señora. El Gran Cobarde en su ruindad no fue quién de dar un paso al frente y prefirió sacrificar a un peón para seguir siendo reina. Porque al Gran Cobarde solo le importa él.

Perdió el acomplejado alcalde la oportunidad de demostrar que está por encima de críticas, de las manipulaciones que tanto le gusta denunciar, de las desinformaciones que tanto critica en la soledad de su teclado sin que nadie le moleste, tuvo la oportunidad de dar un golpe de autoridad moral y demostrar que sabe dar la cara. Pero no lo hizo, se cagó encima. Y mandó a una valiente María Rozas que demostró dos cosas: primero, que a la hora de la verdad Noriega es mentira, un gallina, y segundo, que espera que la recompensa esté a la altura del bochorno que le hizo pasar. Pero que no se haga ilusiones, si Noriega ha llegado adonde está no ha sido por cuidar de sus lealtades sino de sus palmeros.


Y el Gran Cobarde, que nunca pierde la sonrisa, podrá presentarse hoy sin una sola herida, sin un arañazo, sin un hematoma para seguir dando lecciones y soñar con el paraíso que se tiene prometido para quienes le aplauden. Dos frases edulcoradas y aquí no ha pasado nada. De este Gran Cobarde puede asustarnos el poco aprecio que tiene por la ciudad, pero provoca horror el desprecio que tiene hacia las personas, especialmente aquellas, como su concejala, capaces de enterrar su dignidad para salvaguardar la de aquel que la considera, como al resto de sus ‘hermanos’ combustible de la imparable locomotora que es su soberbia ambición. Y punto.


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