Por Susana Díez de la Cortina *
Él le está pidiendo a ella que le diga la verdad. “¿La verdad? – le contesta ella, mirándole retadoramente – Quieres saber si me acosté con él, ¿no es eso? ¿No te basta con lo que él te ha contado? Es tu amigo, lo que te haya dicho tiene que ser verdad. ¿Qué quieres saber? Yo creo que lo que andas buscando es que yo te confirme algo, que «confiese»
para poder echar sobre mí toda tu ira y descargarte tú. ¡La verdad…! Te la podría decir
con una palabra, pero no lo haré, ¿sabes por qué?, porque no tienes derecho a
preguntarla. Un poquito tarde ya para saber, ¿no?, cuando debía importarte no quisiste
saber nada de mí ni de la verdad. Y él tampoco te la dirá, aunque sea tu amigo, porque a
él la verdad le deja muy malparado. ¡La verdad! ¿Acaso la has respetado tú? Cuando te
decía «te quiero» me contestabas: «y yo te adoro». Cuando me extrañaba que me
prefirieras a tu ex mujer, teniendo con ella muchos más puntos en común que conmigo,
decías que no la querías, que te había hecho mucho daño, que no tenías ya nada que ver
con «esa señora sin personalidad» que, al poco de separaros, se había liado con un
hombre mayor, por interés… Y sin embargo, ahora que ha vuelto contigo me dices, para
herirme, que en el fondo siempre has estado enamorado de ella. ¿Cuándo decías la
verdad, entonces o ahora? ¿O quizás mentías siempre? Puedo aceptar que hayas vuelto a
quererla, pero que niegues ahora lo que sentiste por mí, eso no te lo perdono”. A la
mujer se le quebró la voz, el hombre desvió los ojos, visiblemente incómodo, yo pagué,
avergonzada por mi indiscreta, aunque involuntaria escucha, y me fui. Pero como ya
venía reflexionando y escribiendo sobre el tema bastantes días, no pude evitar seguir
pensando en ellos ni dejar de preguntarme cuál sería la verdad de lo ocurrido entre esas
cuatro personas. La mujer que no ha respondido al ser preguntada por la verdad, ¿oculta
algo? El amigo que se ha ufanado de haberla conquistado, ¿qué pretende al contárselo al
otro? La esposa que ha vuelto con su ex marido después de fracasar en sus otros
intentos, ¿a quién ama? El hombre que se desdice de su amor por la mujer que tiene
delante, ¿pretende sólo herir, o se autoengaña?
No pude dejar de hilvanar mentalmente esas historias reales con la de la casta Susana,
sobre la que estaba escribiendo porque, aunque las tres parecen meros enredos
sentimentales, en el caso de la pareja de la cafetería el engaño afecta sólo a las
relaciones personales; en el caso de Claudia, trasciende ya al ámbito profesional; y en
el de Susana, están implicadas las relaciones del individuo con el poder. Me explico por
medio de otro ejemplo: si un concejal de nuestra ciudad engañase a su mujer con otra, a
casi todos nos traería sin cuidado; pero que engañe a quienes le han elegido para su
cargo utilizando el poder que se le ha otorgado para su propio beneficio, o para
coaccionar a una subordinada a la que se quiere ligar, a la mayoría nos parece
inaceptable, y no sólo porque la repercusión sea mucho mayor sino, sobre todo, porque
es un intolerable abuso del poder. El enredo podría aumentar si la mujer del concejal
propagase por despecho la mentira de que la amante de su marido ha “comprado” su
amor a cambio de ciertos favores; y aumentaría aún más si interviniese un periodista
con ganas de trepar que vendiese la noticia, exagerándola, a un diario sensacionalista,
que podría difundirla con la conclusión de que todos los concejales de ese partido son
corruptos, etc., etc. La madeja de mentiras y autoengaños parecería no tener final…
Pero, en cualquier caso, lo que importa es reparar en que la manipulación de la verdad
ocurre a muy diversos niveles: la mentira particular, el bulo o las falsedades vertidas
con prepotencia atentan claramente contra el mismo principio, el de la verdad, pero sus
efectos son bien diferentes. En los tres ejemplos de los que he hablado aquí el engaño se
urde en torno a lo que casi todos consideramos como más verdadero y menos
susceptible de bromas o burlas, que son los propios sentimientos, aunque tengan un
carácter inmaterial, inconcreto y subjetivo. Las creencias de todo tipo también se
instalan en nuestro cerebro como algo “verdadero” aunque no tengan nada de real: por
eso podemos “creer” que una mujer guapa sea promocionada en su trabajo por su
atractivo y no por sus méritos, y no seríamos tan crédulos si se tratase de una fea. Por
supuesto que todo o casi todo, incluyendo algo tan afianzado en cada uno de nosotros
como las creencias y los sentimientos, puede ser tratado “a bromas y a veras”, y no se
puede poner límites a algo tan genuinamente humano, junto con el lenguaje, como el
sentido del humor; pero tiene que existir un discurso (en especial si es el de los
representantes públicos o personas con autoridad) que sea fiable, que vaya “de veras”.
Y por lo mismo, en el momento en que se detectan los casos de manipulación pública de
la verdad, la respuesta a nivel individual debería ser la de evitar el autoengaño; porque
el autoengaño no es muy distinto de cualquier otra forma de engaño. Quienes manipulan
la voluntad de sus subordinados, o la información, o la imagen pública de alguien,
tienen el mismo perfil que el del vulgar manipulador emocional, que utiliza la burla o la
ironía para escaquearse de la verdad y evitar el compromiso.
Los sentimientos y las creencias son, a nivel personal, algo de carácter verdadero y
auténtico, eso no hay quien lo dude. Pero también son susceptibles de generar
desacuerdos generalizados: así como el que piensa que le aman ve en todo un indicio de
amor, el que cree que le engañan ve en todo la prueba de la traición (en ese sentido el
enamoramiento, como los celos, se parece mucho a una manía persecutoria). Y si eso es
así en las relaciones personales de unas pocas personas, como las de nuestros ejemplos,
imagínense las proporciones que la cosa puede alcanzar en las relaciones sociales y en
el ámbito público: el político corrupto actúa como si los que le han votado fueran
amantes incondicionales que le perdonarán todos sus desmanes y corruptelas, y a su vez
esos votantes se negarán a admitir esas mismas corruptelas, por evidentes que sean, con
tal de no asumir su equivocación –y su responsabilidad– como votantes. El que ha
votado a un político corrupto y en la siguiente vuelta lo vota otra vez, está justificando e
implícitamente aceptando que nos vuelva a engañar a todos. Y eso es una forma
demasiado generosa de interpretar aquello de “poner la otra mejilla”.
Podríamos extender infinitamente los paralelismos: la sociedad creerá que los jueces
designados por ella serán más justos y respetuosos de la verdad que otros ciudadanos,
indefensos ante su poder como la pobre Susana; los compañeros de una mujer atractiva
creerán con facilidad en la posibilidad de que haya ascendido por eso; un hombre
creerá las patrañas que otro le cuente porque, siendo su amigo, presupone que le estará
diciendo la verdad; la víctima de un marido celoso volverá con él porque íntimamente
creerá que ese amor posesivo es más verdadero; el compañero de un empleado
despedido de modo improcedente no se atreverá a testificar contra el empresario en el
juicio porque creerá que será represaliado; el funcionario callará ante un caso de
prevaricación porque en el fondo creerá que “en todas partes cuecen habas”… No, la
verdad no es gratis. Tiene un precio. El precio de la verdad tal vez sea el de aceptar que
cada cual tiene derecho a autoengañarse como uno mismo. Pero eso que no equivale a
creer que uno está en posesión de la verdad y son los demás los que se autoengañan.
Además, conocer el precio exacto de la verdad también tiene sus ventajas: nos permite
estar prevenidos contra los tacaños, los que regatean, los usureros, los que sisan…
Igual que amantes despechados, vivimos socialmente un sinsentido, con visos de manía
persecutoria, de proporciones desmesuradas. Falta saber si la víctima de ese amor
desmedido e irracional no está, en el fondo, enamorada de su verdugo. O si víctima y
verdugo no presentan la misma patología y, al final, pagaremos bien caro el precio de
esa verdad que no es para nada gratuita cuando, tras habernos autoengañado y engañado
unos a otros, despertemos del sueño que son nuestras creencias viendo que, como dice
mi filósofa preferida –que es también mi hermana, Elena– “lo que tiene la realidad es
eso, que es muy tozuda”. Visto que la verdad no es gratis, antes de que la mentira
adquiera unas proporciones desorbitadas, primero la verdad antes que lo grato.
* Susana Díez de la Cortina es filóloga y directora académica de AulaDiez
* Susana Díez de la Cortina es filóloga y directora académica de AulaDiez
(www.auladiez.com), y autora de varios libros de poesía y de gramática del español para extranjeros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario