Juanito fue futbolista en una época en la que se jugaba con tres balones, uno de ellos de reglamento, antes de que el fútbol se convirtiese en un espectáculo aborrecible. Juanito fue jugador de todas las aficiones, amado y temido, antítesis del hombre de la calle actual aseado, pusilánime y traidor, porque siempre jugó a la épica.
Hoy uno recuerda aquellas tardes en las que le vio actuar, que no correr porque, me dijo una mañana “que corra el balón”. Lo vimos jugar con dos camisetas y una sola pasión, la de haber nacido a la orilla de un mismo mar, igual en una final europea que frente a un tercera fila de segunda división. Uno lo vio llorar como un colegial cuando ascendió al equipo de su casa, el mismo que en su juventud le rechazó cuando llamó a su puerta porque “no tenía aptitudes para ser futbolista”. Lloraba en su ocaso abrazado a uno que entonces era recogepelotas cuando cumplió su juramento, ascender, lo hizo sin otra prima ni gratificación que aquel “lo juro por mi madre”. Y uno estaba allí, con él, en La Rosaleda, cuando Curro, de Camas, se bajó de uno de los cuadros de Romero de Torres para cortarle la coleta, ese mechón chusma y palmillero del cogote, la tarde que se retiró, cuando se dejó crecer los pantalones. Uno estaba allí, pero solo ahora puede comprenderlo.
Juanito era todo lo que la sociedad actual detesta porque le recuerda lo podrida que está, la cara visible y la boca tronante de tantos cientos de jugadores de todos los equipos a los que les gustaba jugar al fútbol porque, entonces, era un deporte y un trabajo hermoso. Tal vez por eso murió pobre, de tanto vivir. Tal vez por eso la vida tuvo que esperar a que se durmiera para llevárselo, porque nunca se hubiera dejado.

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