Deja esta lluvia en Santiago el barniz de las ciudades siempre por estrenar, ciudad de espejos y del vaho de los dioses que acaban de despertar y se estiran. Es la lluvia marcial, repiqueteo de gotas que nunca se pisan unas a otras, de gotas que ya conocían dónde habían de caer desde la primera mañana del primer principio de los siglos para regar las macetas de los balcones donde crecen las flores de un día durante todas las noches de todo el año cuando se llora sobre llorado, llueve detrás de los cristales, y dentro, llenando los tinteros de nostalgias donde humedecen su pluma quienes no tienen destinatario ni a quien acusar de su recibo cuando se dejan caer a ese buzón de los charcos en que nos miramos como en acuarelas en blanco y negro y otra vez blanco, charcos como ojos llorosos que titilan en las noches en que las viejas tejen la lana con las agujas de los relojes y los jóvenes son inmortales por unas horas.
Lluvia de una Compostela esmerilada y traslúcida que cae al ritmo de las campanadas y los campanazos cuando salen a pasear las cerezas con bigotes de general y los dátiles se retocan el carmín, Santiago de quienes juegan a ser serios y en cualquiera de sus charcos como en el tronco de los árboles más sabios dejamos grabadas con el dedo corazón nuestras iniciales.
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