Por Iván Robledo *
Todo límite tiene, a su vez, sus límites. Acaso por ello el
juicio por prevaricación contra los concejales de Santiago está dando muestras,
cuando lo olvidamos, de una furia
extraña que nada tiene que ver con la condición social. Es un epílogo de aquella
película, La Jauría Humana, pero con botafumeiro. Un caso de justicia poética
donde los acusados van a pasar de la guillotina al estrado y no al revés, entre
risas de hienas y ratas para las que asistir al juicio es en sí mismo una
victoria tal, que lo que diga la justicia quedará para la galería. Nos
preciamos de vivir en un Estado de Derecho cuando despreciamos el primero de
los pilares que sustentan ese edificio y que debe ser, no la presunción de
inocencia o el funcionamiento de las normas como se repite de corrido, sino el
respeto por la dignidad de la persona. Dignidad que nunca acaba por más que se
le condene en un juicio en el que se harán valer sus actos y se le juzgará por
ellos, juicios que tras siglos de oscuridad procesal ya no son pensados para
juzgar a la persona sino a sus actos. Cualquier condena es en sí misma un
fracaso de toda la sociedad, y el culpable ha de pagar por ello según las
reglas que nos hemos dado, cuenta tras cuyo saldo debe resurgir de nuevo esa
misma persona con su misma dignidad que entre todos han de proteger.
Pero nada de esto está teniendo sentido en Santiago. La
burla, el desprecio personal, el interés político y el económico han convertido
este juicio en un sacrificio tribal donde se baila y se canta alrededor de la
gran olla, una vuelta a la prehistoria democrática con la que se pretende,
antes de oír sentencia, condenar el alma de los enjuiciados. Hienas y ratas que
actúan al amparo de quienes electoralmente se beneficiarán en silencio con la
imagen del proceso, despreciando en un alarde de bondad hipócrita las vidas
personales y familiares de los acusados. Llegar hasta donde hemos llegado en
democracia solo es posible si se respetan las normas judiciales, y dentro de
ellas resulta imprescindible comprender que un juicio es algo muy serio que
debe ser respetado dentro y fuera de la sala, lo es y mucho para el actor
principal acusado, pero más aún si cabe para quienes asisten como espectadores
a su desarrollo ya que si se adultera su esencia, si se corrompe el sentido de
la justicia y se pretende hacer de esta un arma política o un instrumento para
dañar a una persona, el edificio constitucional se habrá comenzado a
tambalearse por sus cimientos.
Conviene que nos demos cuentas que hacer de los juicios algo
personal es delicado si con ello se viola la dignidad íntima de los enjuiciados,
por cuanto supone reírse no de ellos como se pretende, sino de la propia
justicia, que bastante tiene ya de por sí para lamentarse. No se trata de
acallar, de amordazar, sino de que el ciudadano ejerza la misma responsabilidad
moral que le exige a quienes nos gobiernan.
Vengan pues juicios y que la justicia hable, que cada cual
cargue con la culpa que se le atribuya. Pero resulta necesario esforzarnos por
respetar la dignidad de la persona. Un solo voto alcanzado olvidando este
principio pudrirá cualquier urna como hacen las manzanas malas. Que se haga
justicia, la de los hombres libres. Llevamos demasiado tiempo escuchando las
risas de las hienas.
* Iván Robledo es escritor, autor de "Cinco días para matar al papa"
No hay comentarios:
Publicar un comentario