Fue por error. No
tengo otra explicación ni motivos para creer otra cosa.
Pero si la hubiese, tampoco
querría conocerla.
Me llamaron a la
oficina por teléfono. La manera de tapar el auricular al avisarme era la forma
de decirme que no se trataba de cualquiera.
La voz femenina
preguntó por mí, luego se identificó ¿Sabes
quién soy?
Por supuesto. Nadie
en Santiago ignora quién es.
Nadie al menos que
siga la actualidad.
O alguno de los
escasísimos oasis de elegancia auténtica que puede encontrarse por la ciudad.
Todavía hoy.
Quería hablar
conmigo, en persona. No dijo de qué.
Me invitó a almorzar.
Por mi lugar de
trabajo y su ocupación no me extrañó.
Pero que fuera
precisamente yo me resultó un dislate. Por eso no quise desaprovechar la
ocasión.
Al día siguiente
quedamos a las dos de la tarde en un
restaurante de la Rúa Franco.
Tenía mesa reservada
para dos.
Recuerdo como el
mismo encargado salió para recibirla, reverenciarla y acompañarnos
personalmente hasta nuestro asiento.
Preguntó si queríamos
un reservado, y dijimos que no.
Siempre había pensado
que jamás podría almorzar en aquel local, era para mí como una galaxia lejana,
inalcanzable para mi economía, la actual y la de varias generaciones que
pudieran venir tras de mí.
Comimos muy bien y
hablamos poco, de nuestros trabajos exclusivamente.
Quedamos para la
semana siguiente. Al parecer tenía algo que contarme.
Nos vimos para tomar
café siete días más tarde. En una cafetería
muy renombrada.
Me regaló un libro
por mi cumpleaños, La Isla del Tesoro.
A cambio pagué el
café. No era mi cumpleaños, faltaban semanas, pero el libro contenía una
dedicatoria.
Fue entonces cuando
me preguntó si conocía el Savast. Sin inmutarse. Y me llevó a él.
Pronto sería de noche
y habría luna llena.
No tuvimos que
caminar mucho.
Sacó una llave de su
bolso y entramos. Las luces estaban encendidas.
Nos sentamos en una
de las mesas de la primera planta.
Lorena, una de las
chicas encargadas del lugar, nos sirvió. Un café para ella, otro, y una tónica
sin hielo pero con limón para mí.
Un señor mayor leía en
otra mesa. Al sentarnos nos saludó amable por encima de las gafas y volvió a su
lectura.
Otro señor de mediana
edad, de traje impecable, parecía aguardar impaciente apoyado en la barra.
Miraba el reloj con insistencia.
Me dijo, entre sorbo
y sorbo, que aquel lugar era el Savast.
Recuerdo que no le di
más importancia. Un local más, pensé, muy bien montado y al parecer reservado
para cierta clase de clientes. Pero un local más a fin de cuentas.
Me preguntó entonces:
¿Has oído hablar de cierta persona?
Me dio su dirección y
el encargo de entregarle un sobre sin remite.
Añadió: "dentro de dos
días este hombre aparecerá en la portada de El Correo Gallego. No digas nada a nadie".
Al terminar nuestras
consumiciones nos despedimos en la calle.
Entregué la carta en
mano a ese señor a la mañana siguiente.
Al segundo día me
llamó ella para preguntarme por la portada del periódico.
Eran las ocho de la
mañana. Salí a buscarlo. En portada aparecía su cadáver. Se había suicidado.
Antes de colgar el
teléfono me dijo que nunca le hablara a nadie del Savast. Nunca. A nadie.
Esa misma noche me
esperaría, a las diez, en la puerta de mi casa.
(…)
Continuará
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