A estas alturas de la existencia usted será, junto conmigo, la única persona que no haya recibido un triste premio en toda su vida. Esta lacerante realidad encuentra difícil justificación cuando hoy día, y a poco que usted indague lo comprobará, hay premio para todo y para todos, y un día sin entrega de premios es un día perdido. E incluso ciertas ciudades de escaso tamaño se están viendo obligadas a repetir premiados porque ya no quedaba nadie sin recibirlo en su censo, o repartirlos entre los empleados de los propios convocantes.
Ese es uno de los principales problemas que plantean tales eventos, así que para evitar malentendidos hacen bien los organizadores en anunciar escalonadamente fechas y premiados, y así conocimos el Nobel de la Paz de Obama, los del Grupo Correo y los Príncipe de Asturias, una excelente medida para evitar que se eclipsen entre sí.
Precisamente uno de estos últimos, el concedido a la atleta Yelena Isinbayeva, ha provocado no pocos comentarios en el mundillo de los premios. Su presencia en el Campoamor ataviada de zarina, exuberante y descomunal no consiguió ensombrecer la razón de sus méritos: esta mujer salta muchísimo. Más de cinco metros de altura que, en los tiempos que corren, es una gran cantidad de altura. Es una mujer saltarina de pértiga en mano, una atleta de los pies al listón capaz de conseguir lo que antes ningún ser humano, variante mujer, había conseguido, y eso hay reconocérselo.
En un mundo convulso y sacudido por la incertidumbre, saltar cinco metros es una luz al final de nuestro túnel, un grito de esperanza, una apuesta por el futuro. De ahí el merecidísimo reconocimiento a las cualidades que, como collares Romanov, adornan a la bella rusa, su capacidad de superación, de entrega, de sacrificio, su disciplina, su tesón, su competitividad no reñida con la deportividad y la camaradería, todo lo que hace gran a una atleta orientado a un único y noble fin: saltar cinco metros de altura.
Comprenderá entonces, querido amigo, que lo tenga usted crudo como un filete ruso. Y no se fíe ni convoque entre sus hijos un premio ‘al mejor padre’, no vaya a recogerlo el hombre del butano…
Ese es uno de los principales problemas que plantean tales eventos, así que para evitar malentendidos hacen bien los organizadores en anunciar escalonadamente fechas y premiados, y así conocimos el Nobel de la Paz de Obama, los del Grupo Correo y los Príncipe de Asturias, una excelente medida para evitar que se eclipsen entre sí.
Precisamente uno de estos últimos, el concedido a la atleta Yelena Isinbayeva, ha provocado no pocos comentarios en el mundillo de los premios. Su presencia en el Campoamor ataviada de zarina, exuberante y descomunal no consiguió ensombrecer la razón de sus méritos: esta mujer salta muchísimo. Más de cinco metros de altura que, en los tiempos que corren, es una gran cantidad de altura. Es una mujer saltarina de pértiga en mano, una atleta de los pies al listón capaz de conseguir lo que antes ningún ser humano, variante mujer, había conseguido, y eso hay reconocérselo.
En un mundo convulso y sacudido por la incertidumbre, saltar cinco metros es una luz al final de nuestro túnel, un grito de esperanza, una apuesta por el futuro. De ahí el merecidísimo reconocimiento a las cualidades que, como collares Romanov, adornan a la bella rusa, su capacidad de superación, de entrega, de sacrificio, su disciplina, su tesón, su competitividad no reñida con la deportividad y la camaradería, todo lo que hace gran a una atleta orientado a un único y noble fin: saltar cinco metros de altura.
Comprenderá entonces, querido amigo, que lo tenga usted crudo como un filete ruso. Y no se fíe ni convoque entre sus hijos un premio ‘al mejor padre’, no vaya a recogerlo el hombre del butano…
No hay comentarios:
Publicar un comentario