Por Susana Díez de la Cortina *
Las celebraciones precristianas del
solsticio de verano, relacionadas con todo tipo de ritos de fertilidad y purificación,
coinciden con la celebración de la festividad cristiana de San Juan, el Bautista, lo que no es de
extrañar dado que el bautismo es para los cristianos el
sacramento purificador por excelencia.
Cada 24 de junio, fecha en la que los Evangelios sitúan
el nacimiento de San Juan, exactamente
medio año antes del de Jesús de Nazaret, las aguas de fuentes y arroyos se cargan al amanecer
de poderes curativos y protectores especiales: quien se impregne del rocío que cae esa noche
quedará protegido durante todo el año; quien se adentre desnudo de espaldas al mar
mirando la luna atraerá la buena suerte y otros prodigios; quien al saltar las hogueras se acuerde
de pedir un deseo, lo verá cumplido. Al fuego
purificador hay que arrojar, por San
Juan, los objetos que traen malos recuerdos, la lista de los
miedos o de los nombres de las personas
de las que hay que alejarse, mientras que para atraer
lo que se anhela o a la persona amada se
corta esa noche un buen manojo de hierbas de SanJuán:
“No san Xoán, fouciña na man” (En
San Juan, la hoz en la mano).
Venía yo pensando en estos días,
mientras escribía sobre la corte de Herodes, en esas
hoces y guadañas que, símbolos de la
muerte, hay que empuñar para cortar, en el solsticio, las
hierbas de San Juan, quien murió
decapitado (aunque no por una hoz campesina, sino por la
espada de un esbirro a sueldo del
poder). La muerte de San Juan Bautista es la muerte
simbólica de la libertad de expresión.
Porque más allá de interpretaciones decadentistas (la de
Wilde, por ejemplo, de innegable valor
estético, pero alejada del sentido bíblico) lo que las
Escrituras parecen querer decirnos a
través de los siglos es que no debemos olvidar que el
Bautista, el purificador, murió por el
capricho de los degenerados gobernantes de la corte de
Herodes, que ni encerrándolo se
sintieron a salvo de su crítica voz: una voz levantada contra
un poder incestuoso y corrompido cuya
conducta vulneraba a todas luces la autoridad moral
de la que pretendía estar investido. La
historia bíblica nos advierte de algo que aún vemos en
nuestros días: el acallamiento de la
verdad, si no se consigue con el encierro del adversario, se
logra con su muerte, así que, cuidadito:
los poderosos corruptos, de cualquier clase que sean,
no se andan con chiquitas.
La historia del Bautista, como todas las
parábolas bíblicas, aparte de interpretaciones
más o menos artísticas, tiene un
SENTIDO, ligado a ese componente innegable de crítica
purificadora que tuvo el cristianismo en
sus orígenes. La recuperación de ese inequívoco
sentido primigenio es un trabajo en sí
mismo purificador, el de rescatar lo esencial. Para mí, el
sentido principal del relato bíblico
radica en el hecho de que el Bautista, manifiestamente
contrario al incesto, no podía convenir
con el doble rasero de aceptarlo en quienes
mandaban, y pagó esa osadía con su
cabeza. Guillermo Arróniz hace referencia a la altura
moral de San Juan Bautista en un poema
de su libro “De verso en Greco” dedicado al cuadro
de este autor titulado “El Bautismo de
Cristo”:
“Tan alto eres Señor que hasta el
Bautista
precisa de una roca junto al río
[…]
Tu rostro, bendición de la ternura
no cabe en este mundo de
impiedades.
Señor, tu rostro cura soledades
y deja sin razón a la locura:
jardín donde florece el
esplendor,
semblante en el bautismo del
Amor”
“Hasta el Bautista”, nos dice Arróniz:
imposible encontrar hombre más elevado que el
que le dio a Cristo “el bautismo del
Amor”, con mayúsculas. Ese bautismo, del agua que
purifica, es uno de los ritos
ancestrales del solsticio. Otro es el de purificar por el fuego. Y otro
más, al que cada año me entrego por
estas fechas cuando viajo a Galicia, “fouciña na man”,
para descansar y leer, es el de sacar la
hoz para desenmarañar lo que a lo largo del año ha
crecido sin tino y separar el trigo de
la paja (o las malas de las buenas hierbas, las de San
Xoán), buscando encontrar en otros –todo
hay que decirlo– lo que busco yo; y casi siempre lo
encuentro, como en este párrafo de la
novela de Iván Robledo titulada “Cinco días para matar
al Papa”, que podría servirme como
explicación de la metáfora que encierra el título de mi
propio poemario “El Castillo”, y que
sale de la boca de una suerte de Mefistófeles que campa
por Santiago cuando se para a contemplar
la catedral compostelana:
“Hermosa construcción, ‐dijo
dando un gran suspiro, ‐el ser humano es
capaz de lo mejor y lo
peor. Esclavizado, sometido al
martirio del anatema, de la inhabilitación moral, levanta estos
majestuosos muros de piedra como
cárceles de las que no podrá escapar. Dicta sus propias
sentencias antes de redactar las
leyes que lo juzguen, el hombre cree en su temor que solo
podrá ser hombre por el miedo,
vendiendo su libertad por un plato caliente. Esa es una de sus
conclusiones, este templo vacío,
huero, opresivo”.
El templo… También hubo de ser
purificado por Cristo, como el mismo Arróniz nos
recuerda con dos de sus poemas, en los que
narra la expulsión de los mercaderes:
“La llama de Tu Cuerpo purifica
el templo transformado en
mercadeo”.
No dejamos de dar vueltas a lo mismo, de
repetir rituales ancestrales,
superponiéndoles explicaciones
históricas o ficticias desde la noche de los tiempos. El arte es
así, en el fondo: una forma de
enmarañar, con añadidos de peor o mejor gusto, el sentido de la
historia o del mito. La cruenta
decapitación del Bautista se ha reinterpretado infinitamente en
el arte queriendo darle un matiz
erótico, palingenésico, necrófilo, homosexual,
desacralizador… El arte es, en este
sentido, una forma de perdición humana como cualquier
otra, tal vez equiparable a las que
pudieran considerarse obras del maligno, como expresa otro
personaje de la novela de Robledo: “la
perdición de cada hombre es una victoria suya que sólo
se comprende desde la maldad de
contemplar a una criatura creada para el amor consumirse
en su desgracia”. Contra la perdición,
“fouciña na man”, rescaten lo que puedan, del arte o de
la vida, que aún tenga algún valor, y lo
que no, a la hoguera. Y no olviden su bautismo de rocío,
ya de madrugada, ni quemar la lista de
todo lo indeseable. Y pásenlo bien, que hay refranes
para todos los gustos, o para una cosa y
su contraria, sobre todo en Galicia: “Na noite de san Xoán,
bebe viño e come pan”.
* Susana Díez de la Cortina es filóloga y directora académica de AulaDiez
(www.auladiez.com), y autora de varios libros de poesía y de gramática del español para extranjeros.
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