lunes, 20 de junio de 2016

La guadaña del solsticio: “No san Xoán, fouciña na man”


Por Susana Díez de la Cortina *

Las celebraciones precristianas del solsticio de verano, relacionadas con todo tipo de ritos de fertilidad y purificación, coinciden con la celebración de la festividad cristiana de San Juan, el Bautista, lo que no es de extrañar dado que el bautismo es para los cristianos el
sacramento purificador por excelencia. Cada 24 de junio, fecha en la que los Evangelios sitúan
el nacimiento de San Juan, exactamente medio año antes del de Jesús de Nazaret, las aguas de fuentes y arroyos se cargan al amanecer de poderes curativos y protectores especiales: quien se impregne del rocío que cae esa noche quedará protegido durante todo el año; quien se adentre desnudo de espaldas al mar mirando la luna atraerá la buena suerte y otros prodigios; quien al saltar las hogueras se acuerde de pedir un deseo, lo verá cumplido. Al fuego
purificador hay que arrojar, por San Juan, los objetos que traen malos recuerdos, la lista de los
miedos o de los nombres de las personas de las que hay que alejarse, mientras que para atraer
lo que se anhela o a la persona amada se corta esa noche un buen manojo de hierbas de SanJuán:

“No san Xoán, fouciña na man” (En San Juan, la hoz en la mano).

Venía yo pensando en estos días, mientras escribía sobre la corte de Herodes, en esas
hoces y guadañas que, símbolos de la muerte, hay que empuñar para cortar, en el solsticio, las
hierbas de San Juan, quien murió decapitado (aunque no por una hoz campesina, sino por la
espada de un esbirro a sueldo del poder). La muerte de San Juan Bautista es la muerte
simbólica de la libertad de expresión. Porque más allá de interpretaciones decadentistas (la de
Wilde, por ejemplo, de innegable valor estético, pero alejada del sentido bíblico) lo que las
Escrituras parecen querer decirnos a través de los siglos es que no debemos olvidar que el
Bautista, el purificador, murió por el capricho de los degenerados gobernantes de la corte de
Herodes, que ni encerrándolo se sintieron a salvo de su crítica voz: una voz levantada contra
un poder incestuoso y corrompido cuya conducta vulneraba a todas luces la autoridad moral
de la que pretendía estar investido. La historia bíblica nos advierte de algo que aún vemos en
nuestros días: el acallamiento de la verdad, si no se consigue con el encierro del adversario, se
logra con su muerte, así que, cuidadito: los poderosos corruptos, de cualquier clase que sean,
no se andan con chiquitas.

La historia del Bautista, como todas las parábolas bíblicas, aparte de interpretaciones
más o menos artísticas, tiene un SENTIDO, ligado a ese componente innegable de crítica
purificadora que tuvo el cristianismo en sus orígenes. La recuperación de ese inequívoco
sentido primigenio es un trabajo en sí mismo purificador, el de rescatar lo esencial. Para mí, el
sentido principal del relato bíblico radica en el hecho de que el Bautista, manifiestamente
contrario al incesto, no podía convenir con el doble rasero de aceptarlo en quienes
mandaban, y pagó esa osadía con su cabeza. Guillermo Arróniz hace referencia a la altura
moral de San Juan Bautista en un poema de su libro “De verso en Greco” dedicado al cuadro
de este autor titulado “El Bautismo de Cristo”:

“Tan alto eres Señor que hasta el Bautista
precisa de una roca junto al río […]
Tu rostro, bendición de la ternura
no cabe en este mundo de impiedades.
Señor, tu rostro cura soledades
y deja sin razón a la locura:
jardín donde florece el esplendor,
semblante en el bautismo del Amor”

“Hasta el Bautista”, nos dice Arróniz: imposible encontrar hombre más elevado que el
que le dio a Cristo “el bautismo del Amor”, con mayúsculas. Ese bautismo, del agua que
purifica, es uno de los ritos ancestrales del solsticio. Otro es el de purificar por el fuego. Y otro
más, al que cada año me entrego por estas fechas cuando viajo a Galicia, “fouciña na man”,
para descansar y leer, es el de sacar la hoz para desenmarañar lo que a lo largo del año ha
crecido sin tino y separar el trigo de la paja (o las malas de las buenas hierbas, las de San
Xoán), buscando encontrar en otros –todo hay que decirlo– lo que busco yo; y casi siempre lo
encuentro, como en este párrafo de la novela de Iván Robledo titulada “Cinco días para matar
al Papa”, que podría servirme como explicación de la metáfora que encierra el título de mi
propio poemario “El Castillo”, y que sale de la boca de una suerte de Mefistófeles que campa
por Santiago cuando se para a contemplar la catedral compostelana:

“Hermosa construcción, dijo dando un gran suspiro, el ser humano es capaz de lo mejor y lo
peor. Esclavizado, sometido al martirio del anatema, de la inhabilitación moral, levanta estos
majestuosos muros de piedra como cárceles de las que no podrá escapar. Dicta sus propias
sentencias antes de redactar las leyes que lo juzguen, el hombre cree en su temor que solo
podrá ser hombre por el miedo, vendiendo su libertad por un plato caliente. Esa es una de sus
conclusiones, este templo vacío, huero, opresivo”.

El templo… También hubo de ser purificado por Cristo, como el mismo Arróniz nos
recuerda con dos de sus poemas, en los que narra la expulsión de los mercaderes:

“La llama de Tu Cuerpo purifica
el templo transformado en mercadeo”.

No dejamos de dar vueltas a lo mismo, de repetir rituales ancestrales,
superponiéndoles explicaciones históricas o ficticias desde la noche de los tiempos. El arte es
así, en el fondo: una forma de enmarañar, con añadidos de peor o mejor gusto, el sentido de la
historia o del mito. La cruenta decapitación del Bautista se ha reinterpretado infinitamente en
el arte queriendo darle un matiz erótico, palingenésico, necrófilo, homosexual,
desacralizador… El arte es, en este sentido, una forma de perdición humana como cualquier
otra, tal vez equiparable a las que pudieran considerarse obras del maligno, como expresa otro
personaje de la novela de Robledo: “la perdición de cada hombre es una victoria suya que sólo
se comprende desde la maldad de contemplar a una criatura creada para el amor consumirse
en su desgracia”. Contra la perdición, “fouciña na man”, rescaten lo que puedan, del arte o de
la vida, que aún tenga algún valor, y lo que no, a la hoguera. Y no olviden su bautismo de rocío,
ya de madrugada, ni quemar la lista de todo lo indeseable. Y pásenlo bien, que hay refranes
para todos los gustos, o para una cosa y su contraria, sobre todo en Galicia: “Na noite de san Xoán, bebe viño e come pan”.

Susana Díez de la Cortina es filóloga y directora académica de AulaDiez

(www.auladiez.com), y autora de varios libros de poesía y de gramática del español para extranjeros.

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