No conviene hacer excesivo caso de aquella estadística según la cual “nueve de cada diez españoles creen que los otros nueve están mal de la cabeza” (el décimo, al parecer, no sabe si contestar que no sabe o porque sabe que no sabe no contesta, quién sabe), porque con semejantes criterios caeríamos sin remedio en el fatal subterfugio de las cuadraturas de los círculos viciosos.
Sin embargo, no son pocos quienes en materia de salubridad mental, han podido comprobar que la clase política, junto a los denominados estados carenciales y de reseca ausencia, suelen verse aquejados por una dolencia que ciertos especialistas en la materia no dudan en calificar de “paranoia de la política”. Al decir de estos sesudos señores, semejante mal (o bien, según de quién se trate), se caracteriza por la creencia en el caso del político de que todo cuanto se dice por aquellos que no conforman su circulo íntimo (el que ellos mismo se crean en su mundo fabuloso como consecuencia indolora de esta dolencia), es dicho con una intención encubierta, que lo mismo puede ser la busca de un interés derivado de su cargo actual o futurible, que la consecución de un perjuicio, dependiendo siempre del grado de autoestima que posea el/la sujeto. De este modo, resulta enojosamente sencillo comprobar que no hay modo alguno de hablar con ellos aun de las cosas más livianas y con las intenciones más cristalinas porque automáticamente se activa ese cruce de neuronas que pone al/la oyente/lector/a político/a en un estado de alerta tratando de desentrañar qué es en realidad lo que hemos querido decirle con esas palabras, qué buscábamos en realidad, qué pretendíamos, a quién servíamos, las razones de usar esas palabras y no otras o, en fin, que ellos saben que en realidad lo que hemos querido transmitirle no es lo que les hemos transmitido sino aquello otro que a través de lo que les transmitimos saben que les hemos transmitido en lugar aunque con esas palabras de lo transmitido.
Y esto, con ser cosa de muchísima diversión para la mayoría pues denota el estado de absoluta indigencia mental que les acucia, se hace por momentos farragoso y hasta irritante, pudiendo llevar a corromper por falta de oxigenación cuestiones no poco hermosas. Dicen los afectados que es la experiencia la que les ha llevado a este estado. Pues bien, que sigan en él, es lo que tiene no entender que al pan, pan y al vino, cuando hay, vino. Resulta ridículo tener que explicar esto, pero dicho queda. Aunque casi siempre nos provocan risa, qué pena dan a veces…
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