Cuando el año nuevo aún está en garantía, es esta buena época para hacer una larga lista de beneméritos propósitos para que los cumplan los demás. O para ir añadiendo postdatas a la carta a los Reyes Magos. O a la del futbolero San Mamés, ahora que una selección de políticos pretende oficializar equipos hasta hoy autonómicos aunque sea de penalti, y donde no faltó la ubicua doña Anxela, que siempre es un recreo para la vista. Sea como fuere, los soberanos de Oriente ya deben haber salido de sus palacios camino de Santiago a participar en su tradicional cabalgata, provistos este año de potentes linternas a causa de la tacañería de la iluminación navideña. De nuevo asistiremos al gozo de los más pequeños contemplándolos con arrobo, soñando unos con sus regalos y otros con los camellos, y Josefa con su muleta nueva. No faltarán tampoco quienes se burlen de los que creemos en los Reyes Magos porque a aquellos, que sí pueden creerse cosas como la alianza de civilizaciones, serán los padres quienes les tendrán que traer los regalos. Por malos. Cuánto nos gusta ver el paje en el ojo ajeno y no a la Vega en el propio.
Lo que no nos dice la tradición es si existieron a su vez tres Reinas Magas, pero la prueba irrefutable de su existencia tal vez sea que sus reales maridos tengan la raya del pantalón en su sitio. Y es que a diferencia de sus magnos consortes, estas reinas vienen todos los días del año sin necesidad de ser convocadas o desfilar en cabalgata. Acaso la fuerza de la costumbre nos impida ver su magia, pero existe realmente. O si no, ya me dirán cómo es posible que al levantarnos cada día pareciera que estrenamos casa, limpia y acogedora, o que ese lugar tenebroso y críptico que llamamos lavadora haga lo que hace, o que la comida aparezca de pronto sin saber cómo. Sin olvidar esas otras cosas difícilmente clasificables, una caricia, un silencio, la complicidad. Tampoco sabemos sus nombres pero seguro que cada cuál podrá pensar en alguno apropiado. Reinas Magas que ahí están siempre, aunque no les escribamos cartas porque no pegamos ni sello.
José María Sánchez Reverte
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